Tierra de conejos

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Las últimas luces del atardecer extinguen por fin los vívidos colores del parque. Al poco, se han ido encendiendo las pocas farolas que permiten a duras penas caminar entre sus angostos senderos; y así sentía ella el temor de resbalar y dar con el etéreo cuerpo en el sucio y húmedo empedrado del continental fracaso.

La niebla va cayendo pesada; se ha permitido en un breve instante ocultar a los ojos del más avezado caminante los contrastes de los objetos, y hasta el contorno de sus líneas se ha trocado difuso e ininteligible. En apenas unos años se hizo noche cerrada y el recuerdo de una hermosa tarde de verano la ha hecho rememorar los tiempos en que el trabajo y la riqueza la hicieron parte igualitaria de un fin común, solidario y victorioso. Nada en la Historia se hace esperar -afirma el dicho, certero o equivocado-, porque todo llega cuando llega, y no vale aguardar al inactivo, ni al profano, ni al enseñante, ni al rico, al pobre, al lerdo ni al estudiante.

Y menos ahora, que ya ha llegado.

Cruje el verso al sentir hendido su cuerpo por la rama del reseco aligustre y, entre el impreciso rojo anaranjado de los escaramujos que aún conservan los pocos rosales silvestres que se salvaron de la larga y bacanal fiesta, surge la grotesca figura de esa Gran Anciana, la de la Historia compleja, piel de toro curtida por siglos de amores, de odios, de (pocas) buenas y (muchas) malas experiencias. Sus ojos se agrandan llorosos, y su cansada mirada, sobrepuesta a las lechosas telillas que ahora los cubren, ahoga en sus velos el dolor del alma, impertérrita ya al espanto, triste, vencida y encorvada. Camina con dolor y se para quietamente; intenta volver, cojea y acto seguido engulle los pasos con sabor a tiempo, del poco que le resta, como intentando recuperar los buenos hijos perdidos en el largo camino de su existencia atemporal.

Un par de instantes de estos últimos cuatrienios han bastado para postrarla; pero aún no quiere aceptarlo, o al menos pretende ignorarlo. Recuerda con amargor sus vetustos amores con Zeus en la hermosa isla de Creta, y a sus primeros hijos, Sarpedón y Minos. ¿Qué fueron de ellos?… ¡Qué tristeza! …

Vuelve su vista y escudriña en la negrura del parque como queriendo resolver el extraordinario enigma de su secuestro y violación. Pero es inútil luchar contra estos astutos dioses y sus asechanzas, ella lo sabe por propia experiencia. Tan sólo le quedan esos hijos adoptivos que la comen, que la devoran poco a poco, mucho a mucho, cara a cara, sin piedad alguna.

Han pasado largos siglos y ya es inútil la lucha. La idea fue buena hasta sentirse condenada al fracaso, convencida ya de su falta de fuerzas. Varias lenguas, ciertas razas, varios pueblos enzarzados en la intolerancia y el egoísmo, una guerra con sus odios y rencores que nunca dejaron libre su miserable rincón, todos sin excepción han hecho imposible mantener su lozana y añorada juventud. La falta de hermandad entre aquellos sus hijos la ha agotado.

Pero… ya no es tiempo de mirar atrás, se dice. Y se dice bien; no se equivoca. Ella está herida de muerte y sabe que tiene conciencia de la amarga e imperiosa necesidad que la embarga: algunos han de ser rechazados, extirpados y olvidados.

 

Recuerda vagamente cómo Cátulo bautizó burdamente su lengua como “Tierra de Conejos“. Pero eso es ya muy antiguo. Le duele, cierto es, y llega a la postrera convicción de que deberá perder el don del habla antes que el don de la existencia, aunque en un vano intento de obtener con ello su deseada integridad. Piensa que se ha tomado el tiempo suficiente para repasar sus pensamientos, sus viejos recuerdos. Retoma su lento caminar por el angosto sendero, no sin antes morder su peninsular lengua con extremada fiereza y escupir con furia aquel trozo rodeado de mares –otrora germen de su nacimiento- en un vano intento de librarse de toda la ponzoña que tanto intoxica su ya desgajado, rojo y jugoso músculo.

 

Hispania agoniza… Sí, lo sabe.

 

Al final, sólo han sido hijos de un dios menor, se consuela.

¿Qué fue de Minos y Sarpedón?…

Y llora amargamente. Ahora ya no habla; solo llora con dolor, y en su mente martillea la parte más cruda de un viejo verso:

De mis entrañas extirpo
los recuerdos de un amor desesperado…

Densas y negras lágrimas llenan el camino de la oscuridad mientras la triste, anciana y fea encorvada sigue repitiendo la corta elegía, cada vez más lastimeramente, y su grisácea figura desaparece poco a poco al final del lúgubre sendero... Muda de palabras. Pero libre de conejos.

Y después… ¿qué va a ser de ti, vieja, desmembrada y pusilánime Europa?


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