BRUJA (2 de 3)

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–¡Lárguese de aquí, bruja! –dijo Rodrigo–. En esta casa seguimos la palabra del Señor.

–Pues no os ha servido de mucho –dijo la anciana–. Creed en mí, yo seré un mejor dios para vosotros.

–¡Usted no es más que una adoradora de Satanás! –continuó Rodrigo–. Vosotras hacéis puras maldades.

–Las brujas tenemos muchos poderes, el uso que les demos depende de cada bruja. Pero esta peste es peor que cualquiera de nosotras; tiene un índice de mortandad del setenta por ciento.

Rodrigo y Catalina no dijeron nada.

–Veo que no sois amantes de la matemática… Pongámoslo así: si te enfermas, lo más probable es que te mueras. De hecho, a vuestras hijas les quedan pocas horas de vida. Mañana cuando despertéis, las encontraréis muertas. Yo podría salvarlas hoy mismo, después os pediré un favor.

La madre de las niñas sujetó a su esposo del brazo y lo llevó hacia un costado para hablarle. No tenían opción; la bruja parecía ser su única esperanza. Tras conversar a solas, se acercaron a la anciana:

–¿Qué nos pedirá a cambio? –preguntó Rodrigo.

–Ya habrá tiempo para eso –dijo la hechicera–. Ahora debo ponerme en marcha, debo invocar a los antiguos espíritus antes de que caiga el sol; los espíritus que invoco por las noches no curan enfermedades.

Los padres aceptaron y la bruja dio comienzo al ritual:

Primero colocó una olla con agua en el fuego, al hervir, vació el interior de una pequeña bolsa de cuero. El fuego se tornó verde y el agua comenzó a exhalar vapores que dibujaban figuras impías ante los ojos de Rodrigo y Catalina. Los dientes podridos de la anciana chorrearon saliva burbujeante, la que acumuló para formar una escupida que dio contra el suelo, justo en medio de la sala. En el lugar del impacto se formó un pequeño hoyo que comenzó a agrandarse en un círculo perfecto, y la hechicera comenzó a balbucear una y otra vez: «melquíad des sahen vipérea crotalus, melquíad des sahen vipérea crotalus, melquíad des sahen vipérea crotalus…». Decenas de serpientes de cascabel surgieron del pozo, y a medida que se desanudaban iban saliendo por la puerta de la casa. Al final, la anciana retiró la olla del fuego y el pozo se cerró.

–Eso es todo –dijo la bruja–. Las serpientes han llevado la peste fuera de vuestro hogar. Volveré mañana a por mi paga.

Antes de salir por la puerta se dio la vuelta y miró al matrimonio con ojos rojos:

–Una cosa más; no intentéis escapar o traeré un dolor a vuestras vidas superior a aquel de la carne y de los huesos.   La anciana se cubrió con su túnica negra, que de pronto cayó al suelo cuando ella voló convertida en una lechuza. Los padres de las niñas no sabían si celebrar o continuar preocupados. Intentaron quedarse despiertos durante la noche, pero enseguida cayeron vencidos por el sueño como presos de un embrujo. A la mañana siguiente vieron que las niñas continuaban con vida.

No solo sus hijas habían sobrevivido una noche más, esa mañana despertaron con gran apetito. A lo largo del día fue regresando el color a sus mejillas, y sus ojos ya no presentaban cataratas. Pero el matrimonio sabía que el infortunio no había terminado:

–Debemos irnos –dijo Catalina–. No sabemos de qué es capaz esa vieja. Quizás nos pida que hagamos algo depravado.

–Catalina, querida esposa, no podemos dejar todo atrás: nuestra casa, nuestros cerdos… Las nenas siguen débiles y no tenemos carro ni caballos. Además, ella es bruja; fácilmente podría encontrarnos.

Al anochecer, cuando las niñas ya estaban durmiendo, la hechicera llamó a la puerta:

–Buenas noches. He venido a llevarme lo que es mío.

–¿Qué desea? –preguntó Rodrigo–. Somos gente pobre.

–Sois ricos en cierto modo. Tenéis tres hijas hermosas; sanas también. Solo deseo una cosa: llevarme una de ellas.   –¿Qué? ¿Está usted loca? –dijo Catalina.

–Podéis erigir una tumba en su honor. Pensad que sería difícil que los vecinos crean que sus tres hijas se curaron; algunos podrían sospechar que se trató de magia negra.

–¡Lárguese, bruja! –dijo Rodrigo–. Deje a mi familia en paz.

–¿Ahora me echáis?

La hechicera levitó varios centímetros por encima del suelo, y la habitación se oscureció de repente:

–¿Habéis olvidado que fui yo quien curó a vuestras hijas? Puedo refrescaros la memoria matándolas frente a vuestros ojos con la misma facilidad con la que les salvé la vida.

–Pero no podemos elegir a una, amamos a las tres –dijo Catalina–. Pídanos lo que sea menos eso. Lléveme a mí si quiere, pero por favor deje a mis hijas.

–Tú no me sirves. Resolvamos esto de una buena vez o llevaré a las tres conmigo. Escribid sus nombres y ponedlos en una bolsa. ¿Tenéis una pluma?

–No –dijo Rodrigo–; no sabemos escribir.

–¿Tenéis dados?

–Tampoco. Apostar es un pecado, y nosotros somos fieles al Señor.

–¡Me tiene cansada ese! De acuerdo, yo no soy esclava de nadie más que de mis vicios, y siempre llevo un dado conmigo.

La bruja extendió su mano de dedos anormalmente largos y mostró un dado de hueso:

–Lanzaré una vez y una vez nada más, y tras la sentencia no habrá vuelta atrás. La hechicera agitó su mano mientras los padres de las niñas lloraban abrazados:

–Si uno o dos dice el azar, a la mayor voy a llevar. Si tres o cuatro marca el dado, la del medio es lo indicado. Y si obtengo cinco o seis, a la menor jamás veréis.

El dado rodó por el medio del salón ante la atenta mirada de Rodrigo y Catalina. La bruja reía mostrando sus pútridos colmillos, pues no había manera de que pudiera perder; el Diablo no necesita abogados cuando juega bajo sus reglas.

El dado se detuvo y la cara superior mostró un seis: la pequeña Marcia fue la elegida.

...

...continúa en la tercera y última parte...


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