Los perros de Sittstaund - 03

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- ¿Consiguieron abrir la puerta? – pregunté al visitante.

- Si, la abrieron – contestó él.

- Y, ¿cómo?

- Pues… de la única manera en que podía abrirse – respondió con una sonrisa dibujada en su rostro.

Durante el día siguiente del descubrimiento de la puerta, el sacerdote y algunos de sus más fieles seguidores dispusieron todo lo necesario para el ritual de la apertura, que se llevaría a cabo esa misma noche. El pueblo respiraba un ambiente extraño, era una mezcla entre júbilo, incertidumbre y excitación. Con la caída de la noche, la comitiva del ritual se adentro nuevamente en la montaña. Llegaron a la puerta negra de obsidiana y comenzaron los preparativos. Varias antorchas fueron dispuestas formando un círculo luminoso alrededor de la estancia, delante de la puerta se levantó una mesa de madera negra y encima de esta, se depositó un cuenco de hueso que tiempo atrás había formado parte de un cráneo.

El sacerdote estaba postrado frente la puerta, con los brazos doblados y las palmas hacia el cielo. Al terminar su plegaria, lentamente se puso en pie y sacó de su bolsillo una daga ceremonial.

Hizo un gesto con la mano y varios seguidores trajeron la llave. Una joven embarazada vestida de negro avanzaba tras ellos. Al llegar al borde la mesa fue despojada de sus ropas.

El sacerdote invitó a la joven a tumbarse en la mesa y luego, lentamente poso su mano sobre su vientre.

- “Aquellos que entreguen la vida aún sin conocer” - susurró para sí – “de la creadora de vida, junto con la sangre de ambos” – concluyó mirando a la joven.

Ella permanecía tranquila, con la vista fija, en el oscuro techo de la cueva, sabiendo que su sacrificio abriría las puertas para la llegada de su dios. El sacerdote colocó el cuenco de hueso a un lado de la joven, colocó lentamente la daga sobre el vientre de la mujer y con un rápido movimiento, la abrió en canal. No hubo gritos, no hubo dolor. La joven seguía tumbada tranquilamente en la oscura mesa, el sacerdote extrajo de su vientre a la pequeña criatura aún sin formar completamente y la observó con toda la ternura que era capaz de mostrar.

- “La vida, aún sin conocer… la sangre de ambos”.

Sin apartar la vista de los ojos mal formados del pequeño, cortó limpiamente el cuello y recogió parte de su sangre en el cuenco de hueso. Luego, dejo caer al suelo a la criatura.

El sacerdote rodeó la mesa y se acercó a la joven, la cual por fin reaccionó y cruzó una mirada con el clérigo, ella asintió lentamente. Él, apoyó su mano en la frente de ella.

- Has hecho bien – le dijo a la chica – pronto él caminará con nosotros.

Y antes de que la joven pudiese responder, su garganta fue cortada. El sacerdote recogió parte de la sangre de la chica en mismo cuenco de hueso. Lentamente se acercó a la puerta con el cuenco entre ambas manos y al acercarlo, las inscripciones de la puerta comenzaron a brillar y a zumbar.

La sangre parecía ser atraída por la fuerza de la puerta, ya que se agitaba y removía dentro del cuenco de hueso. El sacerdote alzó el recipiente con ambas manos y susurro unas palabras. Fue entonces cuando la puerta dejó de zumbar y brillar durante unos instantes y el silencio envolvió el lugar. Pero tras esto, las runas de la puerta brillaron intensamente y un temblor sacudió la cueva donde se encontraban. La sangre se elevó del cuenco como una serpiente retorciéndose en el aire en dirección a la puerta, que absorbió hasta la última gota y las runas se rellenaron con la sangre, iluminando la caverna con una luz rojiza.

Luego, con un lento crujido, la puerta comenzó a abrirse. Rodó sobre si misma de forma lateral, ocultándose poco a poco en una ranura expresamente tallada para ese fin, en la misma pared de roca. Un sonido tan arcaico como el mismo tiempo inundó la caverna donde se encontraban, posiblemente, fuese la primera vez en milenios, que alguien contemplase la apertura de la puerta, y estuviesen a punto de descubrir que se encontraba mas allá.

Cuando el sonido de la puerta rodante cesó, el silencio inundó el lugar. Todos permanecían expectantes al sacerdote, nadie se atrevía a decir nada, nadie se atrevió a moverse. Tras unos segundos de miradas nerviosas, el clérigo comenzó a andar y entró por el pasillo que se habría ante él, hacia la negra oscuridad de las profundidades. Las pisadas resonaban débilmente contra unas paredes adornadas con viejas inscripciones, runas y dibujos confusos. Antiguos ritos, antiguas palabras, de hombres y mujeres que vivieron en otros tiempos. Al fin, tras unos minutos de marcha acompañados por el silencio, llegaron a una gran cámara.

Esta parecía perderse en altura en las sombras del techo. Sus paredes, talladas con el mismo material que la puerta, estaba recubierta de runas e inscripciones. El clérigo ordenó a sus seguidores que alzaran las antorchas, fue entonces cuando pudieron observar que de ciertas runas, unas que parecían ser de un tamaño mayor al resto, partían unas cadenas hacia el centro de la cámara. Sin dudarlo demasiado, el sacerdote avanzó pegado a una de estas cadenas hacia el centro de la sala, descubriendo así, que allí, atado a varias cadenas con una poderosa magia de contención, se encontraba aquello que habían venido a buscar.

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Puedes escuchar este relato en audio en mi canal de Youtube:

https://youtu.be/O1fbucDM71Y


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