EL NIÑO DE LA BURBUJA (2 de 2)

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–Él vive a pocas cuadras de aquí –dije–. Su nombre es Christian. Tiene nuestra edad, pero no asiste a la escuela como nosotros porque él no es como nosotros. Tiene una extraña enfermedad genética que afecta su sistema inmunológico y, para no contagiarse, evita todo contacto con la gente. Nunca sale de su habitación, que es como una burbuja de plástico que lo aísla del mundo. Es calvo y transparente. Es la persona más aterradora que he conocido.   Mentí, traicioné a Christian no solo diciendo que era aterrador, sino que omití detalles más importantes para mí que su enfermedad; como su simpatía, o el hecho de que tenía cientos de juegos de mesa y que era un gran jugador de ajedrez, pero sobre todo omití la hermosa sonrisa que tenía. Decidí describirlo así, como un monstruo; del mismo modo en que se cuentan las historias de terror, porque las personas necesitamos a los monstruos, los necesitamos para compararnos con su infamia y así poder reconocer lo perfectos y felices que nos creemos.

Al día siguiente Erika me llamó por teléfono; ella y los muchachos querían conocer a Christian. Habían quedado fascinados por la historia que les conté y no aceptarían un no por respuesta.

Pocos días después supe que la madre de Christian iría a mi casa; sola, por supuesto, porque él seguía bajo tratamiento médico y aún vivía en su burbuja.

Al verla le pregunté cómo estaba su hijo:

–Christian está muy bien, querida. Siempre te recuerda. Deberías visitarlo alguna vez. Este fin de semana iremos al cine con tu mamá, puedes ir a hacerle compañía si lo deseas.

Enseguida llamé a Erika para contarle lo que me dijo la señora. Ese sábado fui a la casa de Christian y su madre me dio las llaves dejándome sola con él:

–Jueguen y pásenla lindo. Nos vemos en un rato.

Ahora sé que debí haber hecho eso, pero en ese momento continué con el estúpido plan y llamé a los muchachos para que fueran también.

Mientras esperaba tuve miedo subir las escaleras sola, no por Christian en sí, sino por la falsa historia que inventé en la que lo hice quedar como un monstruo frente a los demás, así que esperé a que Erika llegara.

El timbre de la puerta sonó y supe que todo era un error.

Los muchachos ingresaron riendo como idiotas:

–No aguanto las ganas de conocer al estúpido niño de la burbuja –dijo el novio de Erika.

¡Qué equivocado estaba! Christian era mucho más inteligente que ellos tres juntos.

Los cuatro subimos las escaleras y yo fui la primera en ingresar a la habitación.

Allí estaba él. Sentado, con un tablero de ajedrez aprendiendo nuevas jugadas.

–Hola, Christian –dije.

–Hola, Lucille –dijo él. Lo dijo en un tono casual, como si nuestro encuentro anterior hubiera ocurrido hacía solo unas semanas.

Sonrió, pero enseguida Erika y sus amigos ingresaron y volvió a ponerse serio.

–Hola, niño burbuja –dijo uno de los muchachos– ¿Por qué no sales un rato a jugar con nosotros?

–¿Por qué eres calvo? –preguntó el otro– ¿Por qué eres tan feo?

–No puedo salir –dijo él–. Tengo una extraña condición que no me permite entrar en contacto con la gente. Es una enfermedad genética que afecta mi sistema inmunológico.

–No te pregunté la historia de tu vida, esperpento. Sal; nos divertiremos.

Comenzaron a patear la tela plástica y a buscar el modo de atravesarla:

–¡No lo hagan! –dijo Christian– ¡Por favor!

Fue entonces cuando intenté evitar que continuaran y grité también:

–¡Ya basta! ¡Es peligroso! ¡Podría ser mortal para él!

El novio de Erika me apartó y sacó una navaja de su bolsillo. Luego cortó la tela plástica haciendo una abertura por la que ingresaron los tres. Christian los miró sin levantarse de su asiento: 
–¿Qué ocurre, adefesio? ¿Temes que si toso en tu horrible rostro puedas morir?

–¿Acaso no sales porque eres demasiado feo para este mundo?   Erika se acercó a Christian y le habló en voz baja:   –Dime, ¿alguna vez tocaste a una mujer?

–No puedo hacerlo –dijo él–. No puedo tocar a nadie.

Todos rieron, y Erika movió los senos cerca del rostro de Christian.

–Tócame, ¡vamos!, solo un momento ¿No te gusto acaso?

Uno de los muchachos se acercó y lo escupió en la cabeza:

–Toma, ¡ahí tienes mis bacterias, monstruo!

Christian sujetó a Erika del brazo y se puso de pie. Ella intentó soltarse, pero no pudo, y enseguida empezó a gritar. Pude ver humo saliendo de su piel, no de la piel de él, sino de la de Erika, y cuando por fin la soltó, tenía una terrible quemadura que derretía su muñeca.

El novio de Erika quedó perplejo ante la aterradora escena. Christian se puso frente a él y tosió sobre su rostro antes de que el muchacho pudiera hacer algo. El joven dejó caer la navaja y comenzó a gritar. Enseguida se llevó las manos al rostro mientras se le llenaba de ampollas, parecía que le hubiesen arrojado gas mostaza.

El otro muchacho quiso huir, pero tropezó con la tela plástica y cayó al suelo. Christian se acercó y le metió la mano bajo la camisa. Pronto comenzó a quemarle la espalda. No pude ver el daño que le hacía, pero la camisa se llenó de sangre.

Me alejé de la habitación, caminando de espaldas, y entonces Christian me saludó regalándome una sonrisa justo antes de que me fuera corriendo.

El juicio declaró que los muchachos habían ingresado a robar a la casa y que lo ocurrido fue en defensa propia. Los dos jóvenes fallecieron y Erika se cambió de escuela. No volví a hablar con ella, y lo último que supe fue que había perdido el brazo.

Christian sigue sin salir de su dormitorio, y aunque en mi colegio nadie lo vio en persona, todos hablan de él como si lo conocieran. Lo describen como un muchacho calvo y transparente, de aspecto aterrador. No nombran detalles como su simpatía, o el hecho de que tiene cientos de juegos de mesa y que es un gran jugador de ajedrez. Prefieren describirlo así, como un monstruo; del mismo modo en que se cuentan las historias de terror, porque las personas necesitamos a los monstruos, los necesitamos para compararnos con su infamia y así poder reconocer lo perfectos y felices que nos creemos.

 

FIN


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