Telegrama, señor...

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Despidió a la simpática empleada de La Poste agradeciéndole el servicio prestado y cerró la puerta con cierta dejadez. Ya conocía a aquella joven cartero de anteriores ocasiones y se podía decir que casi había trabado con ella cierta amistad; estaba comprobado que del roce nace el cariño -se dijo sonriente-, y se dirigió sin prisas hacia el salón buscando el abrecartas.

Cuando abrió el envío y leyó la noticia, su rostro apareció lleno de perplejidad. Al cabo de unos segundos lo releyó con más tranquilidad y logró balbucir con voz trémula:

NUESTRO ENTRAÑABLE AMIGO JEAN PAUL ARMAGNAC, FALLECIDO. STOP. TODOS ESTAMOS DESOLADOS. STOP” -decía la escueta misiva-...“MAÑANA, EL ENTIERRO EN SAINT DENIS. STOP” -terminando así, con esta lacónica invitación al sepelio del día siguiente.

Pasados unos momentos, su primera reacción fue la de retirarse a la esquina más oscura de la mansión, refugiarse entre sus sombras y romper a llorar como un niño desconsolado; pero dudó que eso pudiera aliviar el tremendo dolor que llegara a sentir por tan increíble pérdida.

Se acercó hasta la mesa, arrastró una de sus sillas victorianas hasta cerca del ventanal que daba al jardín y, dejando caer dos forzadas lágrimas que le escocieron en los ojos como el mismísimo vinagre, tomó asiento y escondió la cabeza entre sus manos para darse un pequeño respiro y recapacitar.

Cuando después de un buen rato logró recuperar algo de su deprimido estado de ánimo, empezó a sentir de nuevo los rítmicos latidos de su corazón y, sin más preámbulos, relamiéndose los resecos labios, se aprestó a descorchar aquel magnífico Dom Pérignon del 99 que tenía preparado esperándole fresquito en la cubitera.

En pocos minutos, como si la vida misma le fuera en ello, absorbió con ansias locas hasta la última gota del preciado vino.

Era la decimonona vez que brindaba en diecinueve días…

Aún le quedaban en reserva otras treinta botellas del excelente champagne cuidadosamente colocadas y numeradas en los estantes de su bodega; y, aunque todo aquello le estaba resultando bastante oneroso, se volvió a repetir que la espumosa terapia le estaba dando un magnífico resultado.

Al cabo de escasos minutos, el exquisito caldo y sus alcohólicos vapores fueron haciendo su relajante efecto dilatador y se sintió como nuevo, pletórico y reconfortado, lleno de vida, aunque… algo más que mareado...

Más bien totalmente borracho.

Pero no le importaba…-se dijo, entre intensos y torpes balbuceos.

Ahora se sentía inmensamente feliz, y lo único importante para él era que se había librado una vez más de asistir al maldito entierro y ser su principal protagonista. Al día siguiente, como de costumbre desde que ideó aquel plan, se acercaría de nuevo hasta la estafeta del distrito un par de horas antes de retirarse a su casa y volvería a remitirse a sí mismo, por vigésima vez, el mismo telegrama.

Jean Paul estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de sentirse de nuevo rabiosamente vivo y -a la vez- querido y recordado con tanto cariño.

Y eso siempre era digno de ser celebrado con el mejor de los vinos.


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