UNA MUERTE PARA SABRINA (2 de 4)

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SEGUNDA TESTIGO: CLARA

Romero ingresó a la sala de interrogación y acomodó la lámpara sobre el rostro de Clara. Ella estaba más arreglada que la muchacha anterior. Clara era de esas jóvenes glamorosas que se mantenían impecables en toda situación, de esas que la humedad no les arruina el peinado y que ningún día del mes parece tener efecto sobre ellas.

Ante la misma pregunta del detective, su respuesta fue completamente diferente a la que había dado Natalie:

–No pude ver nada –dijo Clara–. Solo recuerdo los gritos de mis amigas y unos ruidos de golpes que parecían venir de todas partes.

–¿No viste las ratas? –preguntó el detective Romero.

–No. Yo llevaba una linterna con la que estábamos explorando la fábrica, pero de pronto se apagó y todas comenzamos a gritar. Entré en pánico y salí corriendo de allí, ni siquiera sé cómo llegué a mi casa.

–¿Qué estaban haciendo en la fábrica? –preguntó el detective.

–Fue idea de Amanda el pasar la noche allí. Había leído sobre algo que ocurrió en ese lugar hace muchos años: un asesinato. Le dije de ir durante el día, pero ella insistió en ir a la noche.

–¿Qué asesinato? –el detective hizo la pregunta mientras miraba al espejo de la sala de interrogación. Al otro lado, el joven Zurita abrió ampliamente los ojos.

–Un muchacho al que mataron allí. Pero eso pasó hace como cincuenta años.

Romero se retiró de la sala, necesitaba tiempo para pensar y, sobre todo, tiempo para beber otro vaso de coñac. Subió entonces las escaleras hasta su despacho y enseguida Zurita subió detrás.

Mientras su jefe se servía el trago, el oficial Zurita tomó asiento. El joven miraba al piso con tal concentración que parecía dispuesto a ver el centro de la Tierra.

Romero se sentó detrás de su escritorio y bebió su vaso de golpe, arrugando la frente, no por el sabor de coñac, al cual se había acostumbrado hacía mucho tiempo, sino por la pena que le causaban casos como éste.

Miró a Zurita, quien continuaba concentrado como quien está a punto de enunciar una revelación divina. De pronto sus miradas se cruzaron:

–Jefe…, estaba pensando…, tal vez no eran ratas, eran gatos, porque en la oscuridad todos los gatos son pardos... O eran ratas pardas...

Romero alzó la ceja silenciando al joven en el acto. Ni siquiera quiso contrariarlo; en ese momento los pensamientos en su cabeza tenían el mismo o menor sentido que el comentario de Zurita.

TERCERA TESTIGO: AMANDA

Alguien golpeó la puerta; habían encontrado los zapatos que Natalie tiró a la basura.

El oficial entregó una bolsa que había sido cerrada con sumo cuidado para no contaminar la muestra. Romero la abrió y dejó caer los zapatos con torpeza sobre el escritorio de su despacho. Enseguida notó que las puntas tenían varias marcas de pequeñas mordeduras.

–Lleva a la tercera muchacha a la sala de interrogación –ordenó a Zurita.

Solo faltaba interrogar a Amanda, la última de las tres amigas de Sabrina que estuvieron con ella aquella noche. Minutos después el detective bajó las escaleras:

–Soy el detective Francisco Romero. Estuve hablando con tus amigas y algunas cosas no cierran. ¿Qué ocurrió la noche del viernes?

Amanda estaba despeinada y un poco desarreglada, aunque no estaba así a causa de lo ocurrido, ella siempre se veía de ese modo.

–Estábamos las cuatro juntas, en medio de lo que parecía haber sido una oficina de la fábrica. Estábamos sentadas en el suelo y de pronto todas salimos corriendo. Natalie dijo que vio unas ratas, pero yo no las vi.

–“Unas ratas” no, ¡una montaña de ratas! –interrumpió el detective.

–Bueno, yo no vi ninguna. Salí corriendo apenas vi entrar a un hombre.

–¿Un hombre? ¿Qué hombre?

–Mi tío.

–¿Cómo que tu tío?

–Sí. Era el novio de mi tía en realidad. Clara dice que no lo vio porque en ese momento justo se le apagó la linterna, pero yo lo vi. Salí corriendo apenas apareció. No lo veía desde hacía más de diez años, pero estoy segura de que lo vi. Mi tía lo echó de su casa cuando supo lo que me hizo, y no volvimos a saber nada de él.

Romero se retiró de la sala de interrogación dejando sola a la joven. En su rostro se notaba que con cada testigo obtenía más preguntas que respuestas. Zurita, por el contrario, estaba satisfecho, como si todo el caso estuviera resuelto:

–El tío degenerado volvió y no la pudo atrapar, entonces se llevó a Sabrina.

El detective se pasó la mano por la cara:

–Tú debes ser una especie de genio, ¿verdad? –dijo el detective– ¡Es imposible que haya sido su tío! Dice que no lo vio en más de diez años. Pudo tratarse de cualquier hombre en ese momento, ella creyó que era su tío porque estaba asustada. De todas maneras, quiero que localices a ese sujeto para tranquilizar a la joven y así poder seguir avanzando en el caso.

Romero ingresó de nuevo a la sala para seguir interrogando a la testigo:

–¿Por qué fueron a esa fábrica?

–Nos pareció divertido… –dijo Amanda–; con el asunto de ese asesinato que ocurrió hace cincuenta años.

–¿Cuál asesinato?

Amanda le contó lo poco que sabía sobre un antiguo caso ocurrido en ese mismo lugar. El pueblo lo había olvidado, pero la joven había encontrado un viejo artículo del diario local mientras estudiaba sobre la historia de la ciudad y le fue imposible resistirse a ese suceso que ya se había convertido en mito.

Zurita golpeó la puerta para llamar a Romero:

–¿Qué?

–Ya averigüé lo que me preguntó, jefe.

–Pues dímelo.

–El tío de Amanda…, el señor que apareció esa noche…, falleció hace tres años de un paro cardiaco.

...

...continúa en la tercera y parte...  


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