UNA MUERTE PARA SABRINA (4 de 4)

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ÚLTIMO TESTIGO: LAS PAREDES RECUERDAN

Lejos de arrojar luz sobre el caso, la entrevista con Gabriel tornó todo más oscuro. Romero entendió que, de tratarse de la misma situación de hacía cincuenta años, a las demás chicas tampoco les quedaba mucho tiempo. Así que decidió ir junto con el oficial Zurita a la vieja fábrica abandonada.

El lugar estaba destruido. Las paredes estaban negras tras el incendio, y los escombros dificultaban el paso. Era el sitio perfecto para echar a volar de la imaginación y despertar los miedos más profundos.

–¿Qué buscamos aquí, jefe? ¿Cree que haya algo útil después de tanto tiempo? Deberíamos volver a leer los expedientes del caso a ver si omitimos algo.

–Puede que seas muy joven para entenderlo, pero no podemos fiarnos de un expediente. Verás, interpretamos lo desconocido comparando y midiendo con lo que ya conocemos. Esta es la razón más grande de que el universo, lejos del alcance de nuestro conocimiento, siga siendo tan rico y vasto.

–Jefe… –comenzó Zurita como quien tiene un bypass que conecta sus orejas despidiendo en tiempo real la información entrante–. Estaba pensando… ¿podría suceder que este asesino ataque una vez cada cincuenta años? Si es así podríamos tenderle una emboscada –Zurita hizo una pausa para acomodar sus ideas–. Claro que para entonces yo estaré retirado y usted... estará muerto...

En la oscuridad, el joven oficial no podía ver el gesto que empezaba a crecer en el rostro del detective. Justo cuando Romero iba a decir algo, encontraron la escalera que dirigía a lo alto de la torre en donde había ocurrido el incidente medio siglo atrás:

–Es aquí –dijo Romero–; ésta tiene que ser la torre de la que me habló Gabriel. Debemos subir y resolver el primer crimen si queremos resolver el segundo.

Zurita miró hacia arriba y enseguida le bajó la presión. La escalera caracol parecía una hélice infinita, una espiral oxidada que se retorcía y que podía venirse abajo en cualquier momento. Debió apoyar la mano en la pared para así evitar desmayarse:

–Lo siento, jefe. No podré subir. Le temo a las alturas, y esta escalera se ve muy peligrosa.

Romero comenzó a reír:

–¿Así que te hiciste el gracioso cuando supiste de mi miedo a las arañas y ahora me dices que le temes a una escalerita? Pues quédate en tierra firme mientras yo hago el trabajo duro.

El detective subió por las escaleras sin dificultad. A pesar de los años y del incendio, el hierro fundido había permanecido firme y seguro.

Mientras subía, iba riendo y recitando el viejo poema:

–...preferiría tal vez, subir por tu talón, trepando tu tobillo en un descuido...

Zurita miró de nuevo hacia arriba y lanzó un grito de terror:

–¡Tenga cuidado, jefe!

A sus ojos la escalera se movía de un lado al otro y ya le había generado un vértigo horrible con solo verla desde abajo.

Poco antes de llegar a lo más alto, el detective emitió un grito que desgarró el silencio de la fábrica en desuso en conjunto con el temple del joven oficial; el cual, aterrado, hizo lo propio remedando un eco.

–¿Qué sucede? –Preguntó Zurita, pálido, espectral.

–Me la debías.

Romero llegó a lo alto de la torre carcajeando mientras el joven Zurita devolvía el estómago. Al iluminar con su linterna vio lo que parecía ser el escenario de una cita con seres del más allá, donde tuviera sitio un ritual. El lugar tenía restos de viejas velas, fotos, y hasta un pentagrama trazado en el suelo con manchas donde presumiblemente hubo materia orgánica. El lugar olía a muerte, y la adrenalina y el miedo se apoderaron de él.

Romero se dio cuenta de que Zurita había exagerado con lo de la escalera, y que había sido afectado por algo, pues éstas no eran de temer, eran firmes y no medían más que unos cinco metros de altura. A causa de ello él ahora estaba solo en ese lugar, entonces se sintió como un muerto haciendo cosas de vivos.

Una gota de sudor frío recorrió su rostro, y pronto oyó ruidos provenientes de todas partes, que se intensificaban poco a poco. Parecían ser sonidos de pasos muy pequeños, diminutos, que aumentaban en cantidad.

Se dio cuenta entonces de que hay cosas que es mejor no perturbar, que es mejor dejarlas en el olvido, como aquello que lo estaba esperando en aquel sitio. Lo que iba a encontrar allí no era una criatura de carne y hueso, ni tampoco una de esas entidades con cuernos, alas y ojos amarillos como las que ilustran los libros de demonología. Aquello que lo estaba observando desde la oscuridad era precisamente lo que menos deseaba encontrar, era la suma de todos sus miedos, era el miedo mismo el que, tras cincuenta años expectante, había sido al fin despertado de las profundidades para llevarse el cuerpo y el alma de Sabrina. Romero no podía explicar por qué dejó con vida a las otras tres muchachas, pero algo le dijo que no había sido una cuestión de azar. Todo fue deliberado, pues aunque no lo podamos poner en términos racionales, el miedo elige. Elige la fobia que cada uno de nosotros padecerá, y elige el momento en que se nos hará presente, ya sea para traumatizarnos de por vida o para poner fin a ella.

Romero pensó todo eso mientras los sonidos a su alrededor continuaban intensificándose, hasta que ya no pudo pensar más, hasta que su mente y su cuerpo quedaron paralizados.

Arañas. Una montaña de arañas. Aparecieron de repente y comenzaron a caminar todas juntas hacia el detective. Al darse la vuelta vio que el lugar estaba lleno de ellas. ¡Lo tenían rodeado! Entonces tropezó y se le subieron encima. Una caminó hasta su rostro, y pudo ver sus dientes largos y filosos. Gritó y se movió intentando deshacerse de ellas, pero varias estaban prendidas de sus piernas, y algunas comenzaron a clavar sus colmillos en las puntas de sus zapatos.

.

FIN . Autor: FEDERICO RIVOLTA Escrito junto a ALEJANDRO SILVER


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