Frutetum

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Hoy hablemos de las frutas. Y de los frutos, cómo no.

Adelanto que no comulgo con el gusto por las frutas, ni con los frutos. No me gustan. Reconozco, eso sí, que soy muy selectivo y que tan sólo algunas, y algunos pocos quizá, me llegan a despertar algún interés, el de su análisis dentro de la psicología.

La naranja, por ejemplo: me gusta su color, me recuerda al traje de esos valientes bomberos que, con riesgo de su vida, acercan sus húmedas mangueras al más despiadado fuego que todo calcina, si cabe hasta el más encendido ardor sexual. O el limón, ese ácido fruto cuyo bello color sirve de musa a determinados sectores (muy respetables, eso sí) degustadores de esta fruta, incluso de hermosas banderas o de formas tan propiamente femeninas que nos acompañan a todos (y todas) desde nuestro agraciado (o desgraciado, nunca se sabe) nacimiento en este mundo tan complejo y cruel.

La pera, en cambio, es ese fruto tan colgante del que depende muchas veces la nostalgia del olvido libidinoso; su textura se presta a tomarla casi siempre en crudo. Mi progenitora solía hacérnoslas al vino, y confieso que esa textura, adquirida mediante una lenta, contemplativa y larga cocción, nos resultaba a todos nosotros, churumbeles inanes de gustos gastronómicos, una delicia muy digna de saborear a la hora postrera del almuerzo. Eso sí: de jovencillo nunca llegaba a entender lo que aquel cobardica compañero de clase, Elpidio (¡vaya nombre, y vaya mi tonta inocencia!), del que decían que le colgaban las peras de las orejas y no de su lugar natural, como le ocurren a todos los perales. Después, pasada esa inocencia imberbe, una vez hecho mayor, aún me sorprende cómo el vulgo ha llegado a utilizar la mayoría de los frutos y frutas de forma tan burda como para proyectar sus diferentes formas con las partes más o menos pudendas del cuerpo humano.

Me imagino esa otra fruta, la manzana, tan digna como deplorada bíblicamente. Sin embargo, es del gusto general en su sentido más estricto. Y creo que ese sentir -no lo afirmo, pero algo debe haber en ello- se nutre de la inveterada afirmación de ser el  paradigma del pecado; sí, de ése que viene llamándose “original”. Para mí, creo que el caso es inseminar el cerebro con afirmaciones de este tipo, y así nos va a muchos de los intoxicados. Tengo que decir a favor de esta fruta, como dicen los médicos más estudiosos, que es sumamente beneficiosa para la salud, tanto por el moderado índice glucémico (siempre que se consuma con su propia piel, en especial porque previene la diabetes tipo 2), aporte de vitamina C, su poder saciante (¡ay, el vicio de saciarse, qué peligro tiene para el ser humano!) y otra serie de beneficios que son harto conocidos y no es necesario destacar aquí. Un hurra, por tanto, a nuestras queridas manzanas procedentes de nuestra generosa geografía inso-peninsular: ¡Bendita fruta!

Y le viene el turno -por fin- al plátano, tan denostado por su alto poder calórico como por ese sentido femino-machista que se da a su enhiesta bandera. Cierto es que su fálico aspecto enerva determinadas mentes obtusas, o por mejor decir “verde-tiernas”, y eso siempre le ha conducido a ser el hermano “agresivo” (no entiendo el porqué) de su dual contrario, el “infructuoso” donut. Nada tiene que ver este fruto (y en este caso sí, también una fruta más, haciendo uso del inclusivo, o no exclusivo, según se mire) con un simple y súper azucarado bollo cocinado por su oportuna bollera. !Ay, las bolleras, cuántos cocinados habrán visto!

No consumo el plátano, pero reconozco su concentrado poder en carbohidratos tan beneficioso para el deportista pero tan poco aconsejable para el diabético, no ya por su propia y crónica enfermedad sino porque, en general, ese enfermo suele adolecer de una edad en la que este fruto-fruta (junto con su “infructuoso” donut) ha llegado a prohibírsele de la forma más natural y a veces tan desesperante.

Me encanta el análisis y reconozco que a menudo me gusta observar ese curioso “frutero” lleno hasta los topes de frutas y frutos. A algunos les van los unos, y a otros esas contrarias, incluso ambos. Cada uno es muy libre de elegir cuál de ellos consumir, según sus confesables o inconfesables apetencias. Yo, por el momento (nunca se puede decir aquello de “nunca digas nunca jamás”), me conformo con tenerlos vigilados y lejos de mi consumo propio.

Por cierto; ya sé que nada tiene que ver con esto, pero afirmo solemnemente que ni me gusta el rugby ni me apasiona el baloncesto; debe ser porque nunca he pasado del uno setenta y hoy no me siento tan metafórico como algún norteño. Por eso prefiero el fútbol, un deporte en el que puedes encontrar algo más de talento, aunque no llegues a grandes estaturas ni peses más de cien kilos. Eso sí: las peras siempre en su sitio.

Finalizo: No me gusta la fruta, pero… ¡cuántos higos, frutos y frutas llenan determinados fruteros!

 


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