CAZADOR DE BRUJAS (1 de 3)

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Abel recorría sus tierras decepcionado. Había cultivado una hectárea entera para solo cosechar una cesta de nabos; aquel sería un invierno más duro que el anterior.

Con las gallinas no tendría mejor suerte. Cada día las veía más delgadas, y no era extraño encontrar los restos de una que había sido devorada por un zorro la noche anterior.

El pueblo estaba maldito, él lo sabía, todos lo sabían. Algunos simulaban que no era así, y decían que solo era cuestión de mantenerse firmes. María Inés, su esposa, se mostraba convencida de que aquello no era más que una mala temporada, y que pronto llegaría a su fin.

«Este pueblo está condenado», dijo Abel mientras dejaba caer la canasta de nabos sobre la mesa. Las hortalizas rodaron hasta que algunas cayeron al suelo, y su mujer las recogió en un intento de alentar a su marido. Esa tarde Abel convocó a todos en asamblea para buscar una solución.

En el pueblo lo respetaban mucho; era un hombre habilidoso de veinticuatro años, que ya había superado la mitad de la esperanza de vida de aquellos tiempos. Las treinta familias que conformaban el poblado se reunieron, y él fue el primero en tomar la palabra:

–He vivido en este lugar toda mi vida y jamás imaginé que se convertiría en lo que es hoy. Las plantaciones se pudren, los animales adelgazan y la gente enferma de pestes. La maldición está creciendo. Cada año está más nublado; no he visto el sol en semanas. El suelo está negro, como el de un pantano. Con mi mujer hemos intentado tener familia, pero no lo hemos conseguido. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer quedó encinta en este pueblo? Es hora de enfrentar aquello que nos está sumiendo en la oscuridad.

Los pueblerinos sabían a qué se refería Abel; estaba hablando de la bruja.

Cuando propuso ir a matar a la malvada hechicera recibió mucho apoyo, pero algunas mujeres dijeron que aquello era demasiado peligroso. Comenzaron a debatir hasta que se escuchó la tos convulsa de un niño mal alimentado, lo que enardeció aún más a los que estaban decididos a correr el riesgo. De pronto tomó la palabra el viejo herrero:

–¡Debemos hacer algo con urgencia! –dijo–, he enterrado a dos de mis hijos este año y no seguiré de brazos cruzados.

Abel buscó voluntarios que lo acompañasen, pero muchos estaban débiles a causa de diferentes enfermedades. Finalmente fueron cinco los que se le unieron para la travesía: su hermano menor Pedro, el herrero junto con su hijo Tino, y los gemelos Bordón, que no eran muy listos, pero eran muy entusiastas al momento de participar de una aventura.

Al día siguiente se equiparon con escopetas, machetes y rastrillos. Al despedirse, el sacerdote oró por ellos y les entregó crucifijos y botellas de agua bendita.

Eran la última esperanza de aquel pueblo famélico y, entre las lágrimas de todos, fue el pequeño Tino quien prometió sonriente que regresaría con la cabeza de la bruja en un costal.

Partieron al ponerse el sol. Deseaban cruzar el bosque durante la noche y llegar al amanecer; horario en que mengua el poder de la magia oscura. Debían moverse a prisa; el bosque norte era un sitio terrible y nadie se atrevía a acampar allí. Su madera no era utilizable; los árboles crecían torcidos y no alcanzaban más que unos pocos metros antes de secarse. Los pies se hundían en el suelo inerte, y cada paso era como caminar cien metros.

Cuando estaban a mitad de camino aparecieron tres lobos. No eran lobos comunes; se notaba en su mirada que fueron enviados por la hechicera. Sus ojos eran rojos, brillantes como brasas del infierno, y su gruñir mostraba una maldad jamás vista en el reino animal.

Los hombres dispararon con sus escopetas, pero los lobos fueron más rápidos. Solo Pedro logró acertar a uno de ellos, que cayó muerto al instante. Las otras dos fieras saltaron sobre uno de los gemelos Bordón, y los demás cazadores las atacaron con sus rastrillos y machetes, pero una de ellas logró morder al hombre en el cuello, y éste falleció ahogado en su propia sangre.

Los cinco hombres restantes hicieron unos minutos de silencio y lo enterraron allí mismo. Luego continuaron con la misión movidos por el amor a sus familias, sabiendo que aquello era un viaje de ida al fin del mundo.

La luna no volvió a salir por el resto de la noche, y una lluvia ácida cayó sobre los héroes que se cubrieron con sus gorros y chaquetas, avanzando al unísono en aquella marcha fúnebre.

...

...continúa en la segunda parte...


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