Lágrimas de claro de luna

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Cuentan quienes lo vieron que la belleza de la joven Illarguia era abrumadora. Viajera infatigable en un mundo recién despierto, Illarguia trazaba su camino siempre en pos del brillo de la estrella del este, solventado entuertos y disputas donde el errante deambular la llevara, tal era su naturaleza armónica. En ella habitaban la luz y la oscuridad en perfecto equilibrio y afirman los trovadores que cantaron sus alabanzas que los hijos de hombre la tenían en elevada estima pues las suyas eran las más justas de las decisiones.

Pero a la manera de las leyendas y los cuentos de antaño, donde un espíritu maligno dificulta la suerte del héroe con sus negras intensiones, en el camino de Illarguia se cruzó un abominable hijo de hombre quien por medio de las peores artes de la alquimia, motivado por una ferviente envidia –hacia su singular belleza o por el aprecio que le mostraban sus congéneres; por ambas causas a la vez o por otras totalmente desconocidas–, la transformó en áspera roca para lanzarla después hacia el cielo nocturno donde quedó colgada para siempre. La identidad de este innoble ser no quedó registrado en los anales de la Historia pero sí se sabe que tuvo un mal final pues si sus actos hacia Illarguia fueron despiadados los de sus hermanos lo fueron aún más para con él, dándole brutal muerte al verse huérfanos de la buena guía de la joven.

Muchos fueron los nombres con los que se bautizó a la nueva naturaleza de Illarguia. Selene para unos, Luna para otros,… Ilargia en boca de quienes habitaban los bosques del norte. Ya fuera Áine, Chandra o Nisha, la brillante esfera en que transformaran a la desgraciada joven salía todas las noches para bendecir con su fulgor la dura tierra a sus pies, mostrándose siempre plena a ojos de los hijos de hombre. Pero Illarguia era equilibrio, y si su lado luminoso protegía la vida bajo su manto, regulaba los ciclos naturales y daba lugar a las mareas, su imagen especular reflejada en las infinitas aguas origen de vida era la maldad en su estado más puro.

Sin el contrapeso de la luz, el mal que habitaba en Illarguia se derramó libremente por la faz del mundo. El nuevo astro del cielo atraía la vista y los suspiros de los hijos de hombre pero era inalcanzable, y la naturaleza oscura de Illarguia, consciente de este anhelo insatisfecho, lo aprovechó para satisfacer su sed de venganza.

Devorada por un rencor que se hacía mayor con cada nuevo amanecer, el daño sufrido a manos de uno supondría el fin de cientos y así, ya fuera desde un océano, un riachuelo o el más apacible de los pantanos, Illarguia la Oscurecida se mostraba bellísima ante los hijos de hombre, ilusoriamente cercana, nublándoles la voluntad para atraerlos al asfixiante abrazo de las frías aguas.

Desde entonces el bello rostro de Illarguia pasó a ser la encarnación del mal. Los hijos de hombre dejaron de frecuentar los caminos desde la atardecida, máxime en los meses de copiosa lluvia, temerosos de caer en el embrujo del demonio líquido de la noche. Solo los muy valientes, o los muy inconscientes, se atrevían a desafiar a la Oscurecida, siendo pocos los que conservaron la vida para poder contarlo. Mientras tanto, Illarguia la Radiante lloraba desconsolada lágrimas de claro de luna.

 

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Corren malos tiempos para los hijos de hombre. El pueblo bajo se desvive por malvivir de lo que consigue arrancarle a los ingratos cultivos. Una reducida élite gobierna con puño de hierro tierras ganadas sin honor y solo los muy versados pueden comprender las verdades ocultas en los antiguos escritos. Pocos suspiran hacia la Radiante; nadie desafía el hambre insaciable de la Oscurecida.

Moviéndose no sin dificultad entre grimorios enmohecidos y anaqueles con productos químicos que derriten los tejidos blandos con sus corrosivos vapores, un hijo de hombre descifra a la luz incierta de una palmatoria los orígenes olvidados de Illarguia. El sabio, a quien el cruel Destino reserva una dolorosa muerte entre las llamas purificadoras de un auto de fe, acusado de brujería por aquellos a quienes está a punto de ayudar con sus conocimientos, acaba de descubrir la fórmula que dará término a la maldición de la Oscurecida. Dibuja figuras herméticas, purifica principios, destila extractos capaces de reiniciar el mundo, pues solo con el poder de la Energía Primigenia podrá restablecer el equilibrio injustamente robado a Illarguia.

Al término del proceso alquímico un estremecimiento recorre la columna vertebral del Universo, imperceptible en las distancias imposibles que lo trazan, suficiente para que la Luna comience lentamente a ocultar su fulgor. Y así, coincidiendo con la floración de la higuera en la víspera de San Juan, tanto la Radiante como su reflejo desaparecen por completo a ojos de los hijos de hombre.

La primera luna nueva es un momento de profunda intimidad para las dos naturalezas de Illarguia. El dolor por los muchos años perdidos es insignificante comparado con la alegría del reencuentro, y al igual que el mineral de plata derrite el hielo, la sonrisa argentina que se le dibuja en la cara a la Radiante funde el frío odio enquistado en el corazón de su gemela líquida. El equilibrio queda restablecido y con Illarguia nuevamente completa los hijos de hombre pueden disfrutar desde entonces de sus lágrimas de claro de luna, ahora y ya por siempre de felicidad.

 

B.A.: 2024


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