EL CADÁVER DE LA BRUJA (2 de 2)

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El informe decía que falleció de causas naturales hacía dos días. No parecía que tomaría mucho tiempo, pero debimos ponerla a un lado porque ese día estábamos ocupados con las autopsias de un accidente vehicular que debíamos resolver de inmediato. La ruta en dirección a San José presenta una curva muy peligrosa. No está iluminada y carece de banquina, y son muchos los conductores a quienes toma desprevenidos.

A la noche siguiente ya habíamos terminado con los tres cadáveres que debíamos estudiar de urgencia, y decidimos comenzar a analizar los restos de Glenda.

Para nuestra sorpresa ese día se veía diferente. Sí, era Glenda; su cabello negro y enmarañado, su rostro con forma de triángulo invertido y sus facciones angulosas. Sin duda era la misma, pero estaba aún más joven que cuando llegó a la morgue.

–¿Qué edad dijiste que tenía? –preguntó Manuel.

En su documento decía que tenía ochenta y seis, y cuando la vimos por primera vez nos pareció una mujer de cincuenta, pero en ese segundo vistazo parecía aún menor.

Glenda se veía como una mujer de no más de treinta; quizás hasta más joven que mi compañero de trabajo. Su cuerpo era escultural, de curvas voluptuosas, y estaba más firme que el día anterior. Su rostro era hermoso, y contrastaba con su cabello enmarañado. Parecía una actriz que llevaba puesta una peluca para su papel en una película de terror, y mantenía los ojos cerrados a la espera de que le pusieran el maquillaje.

–La muerte le sienta bien –dijo Manuel.

En ese momento hubo un corte de luz. Ya era de noche y la oscuridad dentro de la morgue era absoluta a excepción de la luz roja de emergencias. Al salir para revisar el asunto noté que estaba lloviendo; no lo sabíamos, dentro de esas gruesas paredes uno no se entera de nada de lo que ocurre en el mundo exterior; afuera podría haber un mundo de cadáveres esperando por su autopsia, y nosotros los haríamos pasar uno por uno sin darnos cuenta de que la fila llega hasta el horizonte.

Había saltado la térmica, y enseguida levanté la perilla para regresar a la sala de operaciones, entonces vi una de las imágenes más terribles que presencié en toda mi carrera. Allí estaba Manuel, desnudo, de pie frente a la camilla de Glenda, y ella estaba con las piernas abiertas.

No podía creer a mis ojos. Jamás tuve un asistente del que haya esperado algo como eso; en las entrevistas de trabajo se pide aptitud psicológica y se rechaza toda señal de perversión. Es cierto que he conocido algunos personajes que a veces hacían algún gesto irrespetuoso, pero Manuel no era de esos; era un profesional digno, y para mí fue un honor trabajar a su lado.

Todo lo que pensaba sobre él, todas sus virtudes desaparecieron en un instante cuando lo vi haciendo aquello que apenas puedo pronunciar.

Me acerqué para sacarlo de allí. Las palabras no me salían, solo pude levantar uno de mis brazos para intentar quitarlo de encima de ella, pero cuando apoyé la mano en su hombro sentí que no tocaba a un ser humano vivo.

El cuerpo de Manuel estaba frío, rígido, y enseguida lo solté. Me causó una horrible sensación que me recorrió por la espalda, y me quedé inmóvil sin poder evitar lo que estaba ocurriendo.

Ese que tenía enfrente ya no era Manuel, era solo una cáscara a punto de caer a pedazos. Un instante después se desplomó sobre el cuerpo de Glenda, y vi como los huesos de su espalda se mostraban cada vez más visibles mientras su carne de desintegraba y su piel se ennegrecía. En cuestión de segundos su cuerpo se convirtió en un cadáver que parecía haber estado descomponiéndose durante semanas.

Aunque no lo crean, aquella no fue la mayor sorpresa que me llevé esa noche. Luego de aquel horrendo espectáculo, vi una mano emerger para apoyarse sobre el tórax putrefacto de Manuel. Era Glenda, que lo empujó a un costado para poder levantarse.

Los restos de mi compañero cayeron al suelo y sus miembros se desprendieron; su descomposición se desarrollaba a una velocidad meteórica.

Por otro lado, en Glenda ocurría lo inverso. Se sentó sobre la camilla y ya no se veía como la mujer que llegó a la morgue. Era una joven de no más de veinte años de edad.

La vi estirar los brazos e inspirar con fuerza, para así llenar sus pulmones de vida tras dos días sin una gota de oxígeno. Luego se puso de pie y caminó hacia la puerta. Aún puedo sentir su respiración de cuando me habló al oído:

–Tu compañero del colegio tenía razón. Debes cuidarte de mí.

Luego de esas palabras salió por la puerta desnuda, cubierta solo por su cabello largo y enmarañado, y yo me quedé observando cómo se perdía en esa oscura noche de lluvia.

Al día siguiente no pude explicar lo ocurrido con precisión. Finalmente, se le echó la culpa a un posible hongo o enfermedad que pudo haber contraído Manuel mientras trabajaba a solas. Respecto a Glenda, decidí prender fuego su expediente y hacer de cuenta que nunca tuve su cadáver en mis manos. Días después me tomé unas vacaciones por tiempo indefinido mientras buscaba un nuevo sitio donde trabajar.

Jamás sabré en qué momento Manuel dejó de ser quien era para ser controlado por aquella mujer; prefiero no hacerme preguntas al respecto. La gente del pueblo tampoco hizo muchas preguntas sobre lo ocurrido, y nadie sospechó de mí. Y aunque suelo decir que dejé aquel trabajo en busca de nuevos desafíos, esa es solo la versión oficial de los hechos. Todos en el pueblo saben que, en realidad, deseaba alejarme lo más posible de la temible bruja de El Amparo.

.

FIN


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