Las delicias del sexo anal

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El viejo reloj de pared suena avisando el cambio de hora. Me tengo que apurar. El esposo de la señora C llegará en media hora. Si nos sorprende se formaría un lío monumental. Aumento el ritmo de mis embestidas. La señora C siente el aumento del ritmo y gime aún más fuerte. Araña las sábanas, muerde la almohada para ahogar el casi grito y aprieta aún más sus nalgas, haciendo que se produzca más fricción en el ingreso de mi pene en su ano.

A la señora C le encanta el sexo anal. Le encanta que yo se lo meta hasta lo más profundo de su gran culo mientras le digo palabras vulgares, y que además la trate como una puta. De todas las amigas de mi mamá es la que tiene el mejor trasero. Es una cuarentona algo regordeta, con un culo de gran tamaño y forma de corazón perfecta. Detrás de su acartonada personalidad, sus modales artificialmente refinados y de su vocabulario algo rebuscado, se esconde el alma de una mujer de pensamiento libre, que en la intimidad suelta todas sus ataduras sociales, y se comporta como toda una hembra que pide y da placer con toda intensidad y sin recato, hasta caer extenuada.

Beso y muerdo con cuidado su nuca. Se que eso la vuelve loca. Pero tengo que tener cuidado de no dejar marcas, como ocurrió la última vez. Eso casi le causa problemas con su esposo. Le doy una gran palmada en sus nalgas, en el costado que queda descubierto. De nuevo ahoga su grito con la almohada. Está disfrutando.

Lo más curioso con la señora C es que, según sus propias palabras, tiene una vida sexual aburrida. Está casada hace muchos años. Su esposo es bastante mayor que ella y ya no la busca. Es ella la que ocasionalmente lo busca a él y, según me cuenta, ya solo le gusta que ella le practique sexo oral. Me sorprende que se haya tardado tanto para descubrir las delicias del sexo anal. Debe ser algo frustrante descubrir a la mitad de tu vida que te estuviste perdiendo algo que pudo haberte hecho más placentera tu existencia. La señora C es sumisa en el sexo. Le gusta ser dominada. Ya tenemos establecida una especie de juego de roles. Yo soy el amo y ella mi esclava. Cuando llego a su casa asumo mi papel y ella el suyo. En ocasiones le ordeno que se suba su falda y que se baje sus calzones y la recuesto boca abajo sobre la mesa del comedor y procedo a penetrarla. En otras ocasiones solo le ordeno que se desnude y se exhiba ante mí. Es entonces ella la que de rodillas me pide que le practique sexo anal. A ella le gusta que la azote con mi pene en su cara. Le gusta que la torture con palmadas en sus nalgas. Cuanto más fuertes, más goza.

La señora C aumenta el nivel de sus gemidos. Prácticamente grita. Se retuerce bajo mi cuerpo. Está llegando a su orgasmo. Me incorporo un poco apoyándome sobre mis rodillas y agarrándola de las caderas continúo con mis embestidas procurando penetrar aún más profundo en su delicioso ano.

Mi primera vez con la señora C no fue tan sencilla. Ella al principio solo tenía curiosidad. Me invitó a su casa por sugerencia de una amiga que ya conocía mis habilidades sexuales. Al principio solo le gustaba desnudarme y hacerme sexo oral hasta hacerme venir en su boca. No permitía que yo la penetrara. Fue todo un proceso solo conseguir que ella se desnudara también. Como muchas mujeres de mediana edad, que hace mucho tiempo no se desnudan ante un hombre distinto a su esposo o su médico, tenía la idea errada que su cuerpo ya no es deseable. Pero una vez superado el complejo, su mente y su libido se desbordaron y rápidamente su comportamiento se fue hacia el otro extremo. Se volvió adicta a probar y ensayar. Se olvidó del pudor y del recato. Se convirtió en toda una hembra deseosa de dar y recibir placer. No había nada en el sexo, por escabroso que sonara, que ella se negara a experimentar. Era como si quisiera recuperar el tiempo que había perdido teniendo un sexo insulso, insípido y predecible con un solo hombre durante casi toda su vida. El sexo anal fue solo un nivel más en su tardía exploración del mundo sexual. Le fui enseñando a soportar cuerpos extraños dentro de su ano, primero con mi dedo y luego con otros objetos, hasta desarrollar en ella el gusto por ello. El gusto por el sexo anal es adquirido. No es innato. Ella desarrolló ese gusto hasta ser capaz de sentir los mejores orgasmos de su vida.

La señora C grita sin complejos. Ya no intenta controlarse mordiendo la almohada. Alcanza el orgasmo entre violentos espasmos, gritos y palabrotas. Yo también estoy llegando. Rápidamente saco mi pene de su ano, me incorporo, la volteo a ella y me coloco encima apuntando mi pene a su cara. La descarga de semen va plena sobre su rostro. Ella, que aún no se repone completamente, solo sonríe y abre su boca desmesuradamente intentando atrapar la mayor cantidad de semen. Por último, me lame el pene y chupa las últimas gotas.

Pero por supuesto, una vez terminadas nuestras jornadas sexuales, la señora C volvía a ser la señora C que todos conocían. Era una buena esposa, gran madre y toda una referente moral y espiritual en su grupo de amigas. Estoy seguro que ayudé a hacer su vida un poco más interesante. Por supuesto nosotros nunca hablamos de amor ni nada parecido, pero el brillo en su mirada cuando me veía, su permanente disposición al sexo y su inigualable capacidad de búsqueda del placer que desarrolló a mi lado, me hacen pensar que fui alguien a importante en su vida. Al fin y al cabo, todos necesitamos una vía de escape, así sea temporal y privada, a la cotidianeidad y la vida social “correcta”.


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