UN DISPARO IMPOSIBLE (1 de 2)

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Mi nombre es Gustavo Golmayo y soy médico forense. Por once años trabajé en la pequeña morgue de El Amparo, el pueblo en que crecí, luego me trasladaron al Hospital Municipal de Santa Fe, donde trabajo en la actualidad.

Ha pasado mucho tiempo, y en todos estos años he realizado cientos sino miles de autopsias. Algunas no requieren de mucho análisis, otras son verdaderos desafíos, pero hay una con la que me sentí como un novato a pesar de que ya tenía varios años ejerciendo mi profesión.

Todo lo que había aprendido en la universidad parecía no servirme de nada ante aquel cadáver. Hoy ya no soy el mismo, y ya aprendí la lección que no me enseñaron mis profesores, y es que hay casos que no se pueden analizar con las herramientas clásicas. Son sucesos que escapan a todo lo que conocemos a través de la razón, eventos que son propios de los asuntos de la fe. Una fe que puede ser en la existencia de un ser supremo, bondadoso, que nos observa y nos protege desde el cielo. O puedo ser más bien una creencia, la creencia de que existe algo oscuro acechando entre las sombras; una fuerza maligna que dibuja figuras que tienen las mismas formas que nuestras pesadillas.

Aquel cuerpo que tenía frente a mí era el de un hombre de cuarenta años llamado Ramón Q., que había fallecido a causa de un disparo. Una bala de un rifle había ingresado por su pómulo izquierdo para luego volarle los sesos destrozándole parte del cráneo.

Las autopsias de balística requieren ilustraciones precisas, en las que se describe el trayecto del proyectil. Dichos estudios ayudan a reconstruir la escena para así poder descifrar si se trató de una cuestión de legítima defensa o si, por el contrario, fue un crimen a sangre fría.

Según el informe, Ramón ingresó al campo de Facundo P. a medianoche, y éste último, despertado por los ladridos de sus perros, salió de su casa y le disparó desde seis metros de distancia.

Facundo había sido detenido, y estaba esperando en su celda por un juicio con mínimas esperanzas de salir airoso. Su víctima, Ramón, estaba frente a mí con todo su cerebro a la vista, o más bien lo que aún quedaba de él tras el disparo.

Tenía varias heridas en el cuerpo, pero ninguna de gravedad. Parecía que había estado en algún enfrentamiento, hasta que tuvo una muerte inmediata al recibir el disparo. Por otro lado, había que analizar a Facundo y ver si él mostraba signos de una pelea, así como si sus análisis de sangre daban positivos en alguna sustancia. Aquellos no eran mis asuntos, yo debía enfocarme en el cadáver de Ramón, pero allí estaba mi problema. Era un asunto que por más que lo pensara una y otra vez, no podía explicar cómo había sucedido.

La bala que acabó con su vida había ingresado con una inclinación por su rostro y salió con una inclinación diferente de su cráneo. Según las muestras, la bala había cambiado unos noventa grados hacia arriba. Dicho de otro modo: la bala dobló dentro de su cara y se dirigió hacia la tapa de sus sesos.

Yo no podía entregar un informe con tal hecho que parecía salido de un cuento de fantasía. Una bala, y menos de ese calibre, no podría ser desviada de ese modo ni siquiera al chocar con un hueso.

Comencé todo el estudio desde un principio y arribé a las mismas conclusiones. Habían pasado varios días y yo seguía sin presentar el informe, hasta que recibí una llamada del comisario para preguntarme por los resultados. Ante su insistencia le hablé de la situación; le dije lo que sucedía y decidimos encontrarnos para tomar un café.

Intenté explicarle de un modo preciso todo el asunto, pero él estaba más apurado por una autopsia sin importar lo que ésta dijera. Lo único que quería era que yo comprobase que el balazo había sido causado por el rifle de Facundo.

La verdad, sentí que el comisario tenía demasiado apuro por incriminar al acusado. Más allá de lo que sucediera en el juicio y qué otras pruebas se presentaran, yo debía realizar bien mi trabajo; debía entregar el informe de una autopsia en la que todo cuadre con lo que aparentemente había sucedido, y que cualquiera que las leyera pudiera comprender la situación.

Fue entonces que pensé que lo mejor sería interiorizarme más en el caso, pensando que tal vez había algo que podría explicar la falla en la autopsia.

El comisario me terminó contando, no con muchas ganas ni detalle, lo que él sabía. Me dijo que Facundo había visto a Ramón intentando ingresar en su casa y le había disparado, no cerca de su casa, lo que habría supuesto una mayor amenaza para él y su familia, sino a diez metros de esta, cerca de su gallinero. Si bien el cuerpo de Ramón tenía heridas que podrían ser símbolo de un enfrentamiento entre los dos hombres, Facundo estaba intacto. Le había disparado al instante en que lo vio, y esas heridas que el difunto presentaba serían anteriores al encuentro entre esos dos sujetos.

Le pregunté al comisario sobre quién había sido Ramón Q., y me dijo que era un pobre hombre. Quienes lo conocían decían que tenía problemas psicológicos, y que llevaba varios meses desaparecido. El comisario tenía la teoría de que estaba extraviado, y buscaba un lugar donde refugiarse cuando Facundo lo mató.

Puesto de ese modo, cualquiera pensaría que actuó de manera precipitada, y era justo que pagase por lo cometido. Pero aún estaba el asunto de la bala.

Regresé a la morgue y volví a analizar los orificios de entrada y salida del proyectil. En realidad, la salida fue devastadora, le había hecho un orificio del tamaño de mi puño, por el que volaron trozos de cerebro y de huesos. Puse aquello en el informe, pero no podía terminarlo. De ninguna manera iba a poner mi firma en algo que no cuadraba, en algo que yo ni siquiera creía posible.

A la semana siguiente el comisario volvió a llamarme por teléfono; su poca paciencia se estaba agotando, y entonces decidí averiguar más sobre esa noche hablando con la única persona que pensé que podría estar con ganas de contármelo todo, el único testigo: Facundo P.

...

...continúa en la segunda y última parte...


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