Gánsteres 1: Gino (3 de 4)

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Anteriormente: … lo importante era tener la dicha del poder sobre los demás: «Ahí está la verdadera felicidad, en el poder sobre las tontas gentes…», se repetía a menudo.

***

Voy acabando…

Ya dije que no sería muy extenso; cuento lo esencial y termino, aunque nada os reprocharé si ahora mismo salís del corrillo y os marcháis; comprendo que a alguno la historia de Gino le pueda parecer algo truculenta y vulgar.

Bueno…

Pues quiso la suerte (más buena para él y muy mala para los demás) que al cabo de otros cinco años, ya cumplidos los treinta y tres, encumbrado en la lira y con decenas de posesiones inmobiliarias, casinos, lupanares y locales de dudosa catadura, al guapo de Gino se le antojó hacer un viaje por el norte de Italia con la crematística intención de instalarse en la provincia del Véneto y explotar el negocio de la prostitución en aquella zona tan turística.

Cortina D’Ampezzo era un lugar ideal para sus planes. Con su fina inteligencia para esas cosas, intuía que en otros cinco años más la región de los Alpes Dolomitas se iba a revalorizar un quinientos por ciento por lo menos, y no estaba dispuesto a renunciar a esa potente mina de poder, a desaprovechar el ingente negocio que significaría la cada vez mayor afluencia de gentes adineradas y de la alta sociedad que optaban también por tener allí su segunda residencia y -cómo no- aficionadas al buen vivir, a los deportes de invierno y a esa clase de “necesidades” que tan sólo él podía proporcionarles sin el menor riesgo de ver dañada su honorable y valiosa honestidad. Sabía perfectamente cómo dar rienda suelta a los deseos de ese tipo de gentes que disfrutaban del dinero tirándolo alegremente para satisfacer sus inconfesables vicios, y nada mejor que lo hicieran en los hospitalarios bolsillos de la avaricia que vestía Gino “Lollofrigido”…

Como es natural, primero se había cuidado de obtener los suficientes informes antes de lanzarse a la nueva aventura; por eso sabía de un par de competidores que le podían causar cierto “dolor de cabeza”: un tal Massimo Peruzzi, un viejo cabrón al que ya conocía de antaño, venido hacía un par de años desde el sur de Italia, (un cobarde ladrón de cuarto orden al que no concedía la menor importancia), y el propietario de un local llamado “Aspettando il tuo ritorno” cuya identidad no habían podido facilitarle sus informadores. La verdad es que el nombre elegido para el local le pareció bastante sugestivo e incitador, muy de su estilo incluso, y tuvo que reconocer por ello que su dueño debía ser bastante avispado, aunque dio por hecho que no tardaría siquiera una semana en convencerle de que se lo vendiera a un precio razonablemente… bajo. Y si no fuera así, haría uso de la otra alternativa que tanto le gustaba practicar; disponía de muchas “razones” de peso con las que hacerle marchar de allí “por las buenas”.

Huelga decir que Gino siempre se hacía acompañar por un séquito de duras plañideras de gatillo fácil, siempre dispuestas a llorar plomo por su causa y hacer desaparecer los motivos de su “tristeza”, en silencio y sin dejar huellas. Hacía un par de años que él no se encargaba directamente de ajustar las cuentas precisas, aunque siempre se guardaba algún que otro “dulce” para disfrutarlo a solas y dejar muy alta la impronta de su personal sello de identidad… Para él era una cuestión de principios, un incentivo para no perder las “buenas prácticas”, y por eso siempre llevaba perfectamente engrasada y escondida en la parte trasera del cinturón su querida “Seis Suspiros”.

Más de veinte años habían transcurrido desde que Gino abandonó aquellas tierras de su olvidada niñez y desde entonces no había vuelto a pisarlas. Como si de una irónica broma se tratara, Cortina D’Ampezzo, su pueblo natal, se le ofrecía de nuevo como su hogar, esta vez un hogar donde prosperarían aún más sus negocios, y no se lo podía creer…

¡Las vueltas que da la puta vida…!» -se dijo-, pintando una diabólica sonrisa en su rostro.

Durante todo ese tiempo aquella ciudad no había significado para él más que un nombre geográfico abandonado en el lejano tiempo de su odiada pubertad, aquella juventud de ñoñas caricias maternales y pesadas moralinas de su padre, eufóricos los dos en esas virtudes tan vacuas como el amor, la moral, el respeto, la bondad y su inmenso cariño por él, todas esas cosas que no llevaban a ninguna parte… De su infancia tan sólo admiraba los crueles golpes de regla que atizaba en los nudillos el inflexible Don Tadeo, y sobre todo aquella alegría que sobresalía en la mirada de sus aviesos ojillos de rata almizclera cuando veía caer los lagrimones por las mejillas del desdichado escolar… ¡Ése sí que era de los suyos…! «Seguro que ya habría muerto…» -pensó, recordando sus viejas facciones.

En cuanto a sus padres… Bueno…, después de esos veinte años imaginó que se habrían marchado de allí o también estarían muertos; jamás quiso tener noticias de ellos, y de no estarlo tampoco le preocupaba mucho saber de su paradero.

En estos pensamientos estaba el guapo de Gino cuando un brusco frenazo de la limusina le indicó que Antonino, su chófer personal, le había hecho llegar por fin hasta su destino. Las manillas de su magnífico reloj de oro marcaban las veintitrés horas y estaba empezando a nevar copiosamente.

Después de que Antonino le abriera la puerta del vehículo, lo primero que Gino vio al pisar la acera fueron los cadenciosos pestañeos de aquellas luces de neón a modo de reclamo que lanzaba un cartel de color rosa pastel anunciándole la entrada al pícaro burdel: “Aspettando il tuo ritorno”…, una hipnotizante frase que se encendía y apagaba cada tres segundos.

El nombre del lujoso club de alterne simulaba un decorativo semicírculo por encima de la puerta cuyos laterales estaban adornados también con sendas figuras de alargadas bombillas de neón imitando a dos estilizadas y danzantes mujeres que guiñaban uno de sus ojos y abrían sus labios de forma lasciva, dejando al observador la libre imaginación de lo que su mente quisiera imaginarse. Dos enormes jarrones -¿de oro bañado, quizá?- de casi tres metros de altura parecían los mudos encargados de vigilar la entrada al pie de los cinco escalones que les distanciaban hasta la puerta principal, una doble puerta que no parecía oponer la menor resistencia al acceso de quien libremente quisiera entrar, a juzgar por la ausencia de esos típicos matones de club nocturno que suelen siempre flanquear la entrada.

El luminoso cartel parecía evocar una voluptuosa invitación tras el pretendido atracón de placer sexual de una noche anterior…, “Esperando tu vuelta…”, una sutil bienvenida del retorno al vicio. Sintió un escalofrío en el cogote e instintivamente se ajustó el cuello del gabán para protegerse de los gélidos copos que le estaban cubriendo la espalda; después ordenó al chófer que aparcara la limusina frente al hotel que estaba una manzana más allá y le dijo que esperara dentro.

¿Por qué no…? ¿Por qué no tomarse una copa en aquel curioso lupanar que muy pronto sería suyo…? Sería bueno conocer su percal…», se dijo.

 

... Continúa...


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