Entre Dos Secretos: El Peso del Ayer y Hoy - Parte IV

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Parte IV

Las horas pasaron en un borrón de emociones y sensaciones que me hicieron olvidar, aunque fuera temporalmente, las complejidades de mi vida. Héctor fue cariñoso, atento, y me recordó por qué alguna vez había sido tan importante para mí. Pero, al mismo tiempo, una pequeña parte de mí sabía que esto no podría durar.

A medida que la noche avanzaba, ambos caímos en un sueño tranquilo, abrazados, como si el pasado no existiera y el futuro no importara. Pero sabía que, cuando llegara la mañana, la realidad volvería a hacerse presente, y tendría que enfrentar las decisiones que había tomado.

El domingo amaneció con una tranquilidad que, por momentos, me hacía olvidar las complejidades de mi vida en Lima. La suave luz del sol entraba a través de las cortinas de la habitación, filtrándose en tonos cálidos que bañaban la cama donde Héctor y yo habíamos pasado la noche. Me desperté antes que él, y por un instante, me permití disfrutar de la sensación de su brazo rodeando mi cintura, su respiración tranquila a mi lado.

Todo parecía tan sencillo aquí, en este rincón del mundo donde el tiempo parecía detenerse. No había preguntas que responder, no había decisiones que tomar. Solo estábamos Héctor y yo, en una burbuja que parecía ajena a las complicaciones de Lima, a las obligaciones y las expectativas que habíamos dejado atrás.

Cerré los ojos por un momento, sabiendo que este día sería probablemente el último en el que podría fingir que nada había cambiado. Sabía que, al regresar a Lima esa misma noche, todo volvería a la normalidad. Héctor volvería a sus proyectos en el Ministerio de Economía, y yo retomaría mi vida en el Ministerio Público, con René, mi relación secreta, y las responsabilidades que no podía seguir ignorando.

A pesar de eso, por un día más, decidí dejar de lado cualquier preocupación. Escuché el murmullo del agua de la piscina desde el balcón y me dejé envolver por la atmósfera de calma que el lugar ofrecía. Estaba dispuesta a disfrutar cada momento de este último día de escapada.

Héctor se despertó poco después, sonriendo con esa expresión relajada que solo él podía tener. Se estiró en la cama y me miró con ojos llenos de complicidad.

—¿Tienes hambre? —preguntó con su voz aún ronca por el sueño.

—Un poco —respondí, sonriéndole de vuelta.

Nos quedamos unos minutos más en la cama, disfrutando de la pereza matutina, antes de decidir que no teníamos ninguna prisa por salir de la habitación. Héctor sugirió pedir el desayuno a la habitación, y no pude estar más de acuerdo. Así que, tras una rápida llamada, el servicio de habitación llegó con una bandeja llena de frutas frescas, panes, café y jugo de naranja.

Desayunamos en la cama, riendo por tonterías, recordando anécdotas de cuando vivíamos juntos en Junín. Era como si el tiempo no hubiera pasado, como si los años de distancia y las vidas separadas no importaran. Mientras hablábamos, me sorprendí a mí misma disfrutando de la compañía de Héctor de una manera que no había anticipado. Había algo en su presencia que me hacía sentir en casa, algo familiar y reconfortante.

Pero, por más que disfrutara del momento, una pequeña parte de mí seguía recordando que todo esto era temporal. Sabía que, eventualmente, tendría que enfrentar la realidad. Pero, por ahora, dejé que las horas pasaran sin preocuparme.

Alrededor del mediodía, nos levantamos de la cama y, en lugar de salir a explorar o a hacer algo en el club campestre, decidimos quedarnos en la habitación. Pedimos algo de comida para almorzar: una parrillada que nos trajeron directamente a la habitación, acompañada de una botella de vino. Héctor abrió la botella con una facilidad que me recordó cuántos momentos habíamos compartido juntos en el pasado, disfrutando de pequeñas cosas como esta.

—No puedo creer que no hayamos salido del cuarto todo el día —dije, riendo mientras levantaba mi copa para brindar.

—¿Y para qué salir? —respondió Héctor, alzando su copa también—. Aquí estamos bien, no necesitamos nada más.

Tenía razón. Aunque el club campestre tenía una piscina, senderos y actividades, no sentimos la necesidad de movernos de la habitación. Era como si este lugar nos ofreciera un refugio, un escape que ambos necesitábamos, aunque ninguno de los dos lo hubiera dicho en voz alta.

La tarde pasó en una mezcla de charlas, siestas breves y miradas cómplices. Cada minuto que pasaba me hacía sentir más cómoda con Héctor, como si estuviéramos recuperando una conexión que había estado dormida durante todos esos años. A pesar de que Héctor había sido infiel en el pasado, había algo en él que seguía atrayéndome. Sabía que no era perfecto —a diferencia de René, que era joven, atractivo, y siempre tan considerado— pero Héctor tenía una seguridad en sí mismo que me hacía sentir protegida.

Las horas se deslizaban suavemente, y cuando miré el reloj, ya eran las cinco de la tarde. Nos quedaban apenas unas horas antes de tener que ir al aeropuerto para volver a Lima. A pesar de que este día había sido casi perfecto, sentía un nudo en el estómago al pensar en el regreso a la realidad.

—Creo que deberíamos empezar a prepararnos para salir —dije con voz suave, mientras miraba por la ventana hacia el cielo que comenzaba a oscurecerse.

Héctor asintió, aunque con evidente desgana. Ninguno de los dos quería que este día terminara, pero sabíamos que no podíamos quedarnos aquí para siempre.

Empacamos nuestras cosas en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Cuando finalmente salimos de la habitación, me tomé un momento para mirar atrás, sabiendo que este lugar siempre estaría asociado con un recuerdo que, aunque complejo, no podría olvidar fácilmente.

Caminamos hacia la recepción, donde Héctor pagó la cuenta. Al salir del club campestre, sentí una mezcla de alivio y tristeza. Parte de mí estaba lista para volver a Lima, pero otra parte deseaba poder prolongar este momento un poco más.

 

Llegamos al aeropuerto alrededor de las seis de la tarde. A pesar de que la despedida de Puerto Maldonado me dejó con sentimientos encontrados, Héctor y yo seguimos hablando y riendo, como si tratáramos de alargar la magia de este fin de semana un poco más. Sabíamos que al volver a Lima todo cambiaría, que las responsabilidades y las expectativas nos alcanzarían. Pero por ahora, nos permitimos disfrutar los últimos momentos de nuestra escapada.

Cuando el avión despegó, miré por la ventana mientras las luces de la selva se desvanecían en la distancia. Héctor tomó mi mano y la apretó suavemente, y en ese momento me di cuenta de que, aunque no sabía lo que el futuro nos deparaba, una parte de mí no podía evitar preguntarse qué hubiera pasado si las cosas hubieran sido diferentes.

Quizás, en otra vida, las decisiones habrían sido más fáciles. Pero en esta, solo me quedaba enfrentar las consecuencias de lo que había hecho y lo que estaba por venir.


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