La cama amplia ocupaba el centro de la habitación, y su desorden revelaba la intensidad de lo vivido. Cada caricia era como un fuego lento, encendiendo mi piel con una urgencia desconocida. En esos momentos, el mundo se redujo al calor que latía entre mis piernas. El roce de sus manos, firme, persistente y apasionado, me tocó con una intensidad que me llevó a un lugar del que no deseaba regresar.
El tiempo se detuvo, y mi respiración se transformó en un grito incontrolable. Cada orgasmo era un estallido de sensaciones que parecía haber estado guardado durante años. Sólo entonces comprendí la magnitud de lo que ardía en mi interior. El placer se desbordó, mezclado con sorpresa, dejándome temblando y con la piel vibrante, como si mi cuerpo estuviera descubriendo el sentimiento por primera vez.
Cuando todo se calmó, el eco de mis gritos quedó suspendido en la habitación, flotando entre las sombras. Dentro de mí había algo encendido que nunca podría apagar. Había descubierto un rincón de mi ser que no sabía que existía, y la memoria de ese clímax se imprimía en cada célula, como una marca indeleble.
Me pregunté si alguien en las habitaciones vecinas habría escuchado esos gritos, si habrían sentido curiosidad por esa voz cargada de placer y desinhibición. Pero en ese instante no importaba; sentía que en cada grito había liberado años de silencio y deseos reprimidos.
Me giré lentamente y lo miré. Sus ojos brillaban en la oscuridad, reflejando la misma mezcla de sorpresa y admiración que yo sentía. Sonreí débilmente, y él me devolvió una mirada cómplice. Aunque no podía expresar con palabras lo que había experimentado, allí, en esa habitación, entre sombras y gritos, comprendí que mi relación con el placer había cambiado para siempre.
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