Un día más, Jorge, que todavía era joven, se sentó en una silla de madera vieja, frente a las pastillas que el médico le había recetado. Mecánicamente, se llevó la primera a la boca y con ayuda de un sorbo de agua la tragó. Repitió lo mismo con la segunda, la tercera y la cuarta. Para engullir la quinta, la más grande, necesitó de tres intentos.
Consumir tantas pastillas no podía ser bueno. Se sentía cansado y más tarde, justo antes de ir a cama, la tripa se llenaría de gases.
No había adelgazado, tampoco estaba más gordo y sin embargo sentía que en los últimos meses, gracias a las malditas pastillas, había envejecido años. Las pastillas y sus malditos efectos secundarios, si pudiera elegir... Pero no podía, no podía porque eran las pastillas o el viaje al otro lado.
Eso si había algo al otro lado.
Era reconfortante pensar que sí. Aunque no estaba seguro.
Instintivamente, se agarraba a la única vida que conocía. Hubiese o no un paraiso, como hombre de fe, como hombre que sabe que vive de prestado, sentía el deber de preservar el regalo de la vida.
Otros lo pasaban peor.
Su vida sin embargo no había sido a su juicio productiva. Incluso dudaba de que hubiese sido digna. Había cometido el peor de los pecados, el de la pereza. Por desidia no había encontrado compañera, por dejadez no había contribuido a cambiar el mundo, por creer que el tiempo era infinito no se había atrevido a vivir.
Ahora, limitado, consciente de ser polvo y presa de la ansiedad, deseaba hacer mucho de repente.
Solo había un problema, no sabía como empezar.
Y mientras el tiempo, implacable, no se detenía.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales