Viaje de placer

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Enviado el , clasificado en Ciencia ficción
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Allá por los noventa, recorríamos Camboya de norte a sur, después de haber navegado por el río Mekong. Estábamos en Nom Pen y decidimos tomar un tren hasta Sihanoukville. Fue un día entero de viaje en unos vagones de madera muy rudimentarios. Los pasajeros subían y bajaban a su aire, ya que el tren se desplazaba a unos veinte kilómetros por hora en muchos tramos. Veías a gente esperando al lado de las vías y a otros saltando del tren sin ningún tipo de peligro, dada la baja velocidad.

Pasaron las horas y el atardecer trajo la oscuridad. Evidentemente, en los vagones no había luz. Tampoco había cristales en las ventanillas, algo de lo que nos dimos cuenta cuando empezó a llover. Y cuando llueve en pleno monzón, descarga como si fuera la última vez. La tormenta venía acompañada de truenos y relámpagos, que iluminaban el interior del vagón, permitiendo ver las caras de los paisanos en una escena casi fantasmagórica.

Nosotros estábamos al final del vagón cuando, al otro lado, subieron unos cuantos jóvenes camboyanos, cuatro o cinco, y se instalaron a unos pocos metros de nosotros. Enfrente de nuestro asiento iba una madre con su bebé. Los veía a los dos cada vez que un relámpago cruzaba el cielo, y también veía a los nuevos pasajeros, que cuchicheaban en voz baja. Parecía que hablaban de nosotros. La madre también los oía y, tras otro destello, vi su cara; no me gustó la expresión que vi en ella. Después, otro relámpago iluminó el vagón, y pude ver al grupo de jóvenes mirando en nuestra dirección. Algunos llevaban una pistola en el cinturón.

—¡Ostias! —pensé—. Esos parecen querer atracarnos. A la primera de cambio, nos largamos, le dije a Carmen, creo que estamos llegando.

En ese momento, el tren pegó un frenazo. Al mismo tiempo, un nuevo relámpago estalló en el cielo, y vi cómo uno de los jóvenes, pistola en mano, se caía. Se le disparó el arma en la pierna. El caos que se desató fue increible: gritos, golpes, llantos. Era imposible entender qué estaba ocurriendo. 

Nosotros bajamos a toda prisa, bajo una tormenta impresionante, y corrimos hacia la estación, que estaba a unos cien metros. No miramos atrás. La lluvia intensa no nos frenó hasta que llegamos al edificio. Entonces vimos a la policía dirigiéndose hacia los vagones, a investigar la gresca que se había armado.

Pedimos un taxi, pero llegaron dos motos, una para cada uno. Le indicamos al motero la dirección del hotel, y salimos bajo una intensa lluvia que parecía a propósito para aquél momento.

Miraba hacia atrás, pero no veía la otra moto. Mi conductor iba a toda velocidad. Le grité que parara hasta que llegara Carmen. El tipo paró, molesto, y a los dos o tres minutos vi una luz tenue acercándose; era la otra moto, renqueante. Ni siquiera se detuvo, siguió cuesta arriba como si el conductor deseara acabar cuanto antes con aquel viaje pasado por litros de agua.

Llegados al hotel, rezamos para que no viniera la policía a interrogarnos por el disparo en el tren. Revisé nuevamente la guía Lonely Planet y, efectivamente, aquella ruta ferroviaria estaba muy concurrida por bandoleros, antiguos guerrilleros que operaban en la zona.

A la mañana siguiente me levanté temprano y me fui al puerto a comprar un par de tickets para el ferry que une Camboya con Tailandia, en cinco horas de travesía. A las once de la mañana salía el barco, así que una hora antes me tomé dos biodraminas sin cafeína, por si acaso. El mar parecía agitado.

El barco era rápido. Dentro, los asientos estaban distribuidos como en un avión grande: cuatro, cuatro y cuatro, con dos pasillos. Estaba lleno, y los asientos estaban numerados. No había azafatas, sino unos machacas repartiendo bolsas negras para el vómito que, sabíamos, sería inevitable. Las biodraminas ya me estaban haciendo efecto y empezaba a sentirme somnoliento. Agarré la bolsa justo cuando el barco salió del puerto y recibió la primera embestida del mar.

La gente flipó. Las caras de incredulidad se esparcieron rápidamente. Algunos ya miraban las bolsas negras. El barco subía con las olas, y cuando bajaba, parecía que las olas quedaban allá arriba, listas para tragarnos en la siguiente sacudida. Empecé a oír arcadas y náuseas a medida que el barco se tambaleaba al compás del temporal que azotaba la costa. El hedor a vómito impregnaba el aire, mezclado con la sal del mar, haciendo que respirar fuera un desafío en sí mismo.

Pasamos cinco horas en aquella travesía infernal. Carmen me miraba, mientras yo dormitaba por el efecto de las pastillas. Más tarde me dijo que mi tranquilidad la había calmado: ver cómo todo el barco rezaba, lloraba y vomitaba mientras yo me mantenía adormilado le dio algo de paz.

Llegamos al lado tailandés y bajamos tambaleándonos. Muchos besaban la tierra, otros miraban al cielo dando gracias. Incluso un alemán que dijo ser ateo confesó que, a partir de esa experiencia, creería en Dios.

Ya despiertos del todo, esperamos un autobús que nos llevaría a Bangkok. Estábamos agotados y el viaje por carretera duraría unas diez horas. Esperábamos que el bus tuviera buenos asientos, pero visto desde fuera, fue decepcionante: antiguo, destartalado, con una decoración hortera y colorida. Sin embargo, era lo único disponible hasta el día siguiente. Subimos y tomamos asiento. Los asientos apenas se reclinaban.

El vehículo se puso en marcha y el revisor encendió la televisión, un armatoste gigante sujeto con hierros. Empezaron a proyectar la película de terror "El dentista", doblada al tailandés. Dormir era imposible; los gritos resonaban por todo el bus cada vez que el dentista se ponía en acción. Miré hacia adelante y vi al revisor tronchándose de risa junto al conductor, mientras las mujeres locales gritaban aterrorizadas. Parecían campesinas de lugares donde no era habitual ver la televisión, y menos aún películas de terror.

No sé cuánto tiempo pasó, pero me tomé otra biodramina y mi mente voló hasta Bangkok.

Llegamos a Khaosan Road temprano por la mañana. Fuimos a tomar café a la piscina del hotel Baiyoke, situada en el ático, para despejarnos un poco y decidir nuestro próximo destino.

 

 

 


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