Y, EN AQUEL CAMPO...

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Y, en aquel campo...

     No era un campo extenso; era un campito no muy grande, un tapete verde salpicado de matorrales y bastantes árboles, con un riachuelo hilado de plata y rumoroso a cuyos lados había algunas rocas quebradas al azar, construidas por los vientos, las lluvias y las heladas seguidas de los muy rigurosos veranos, muy ardientes en esa geografía.
En el campo, como en todos los campos, habitaban gusanos, caracoles y babosas, lombrices de multitud de especies, ciempiés, bellas mariquitas, escarabajos diversos, multitud de insectos, como hormigas en su temporada de labores, alguna corneja y otras avezuelas; en fin, la pequeña fauna habitual. El aroma de breve ruralidad del campo, con su olor de humedad y musgo, a hongos, madera en crecimiento y decadencia, se veía salpicado de las perfumadas variedades de flores primaverales en aquella estación alegre y feliz.
Y todo ese pequeño imperio de vida cobijaba a dos reyes sencillos y circunspectos: una bella lechuza de ojos penetrantes e inquietos, cuyo pelaje resultaba el más delicado camuflaje de cuántos pueda haber en la naturaleza, que vivía en uno de los troncos más sólidos del campo, y otro ser complementario, un topuelo de pelo gris y rosada nariz prominente que habitaba en una cuevecilla terrosa en el extremo opuesto del campo.
Cierta noche, cuando la lechuza era joven, y el topo algo menos, el ave con su fino oído y su aguda visión, escubrió al topillo en una de sus nerviosas excursiones alimenticias. Con su casi imperceptible vuelo, todavía no muy experimentado se posó cerca del animalejo y se puso a observar sus movimientos con curiosidad. Un ser sumamente extraño para el ser emplumado y bípedo cazador. La lechuza acababa de ser desterrada del nido materno e iniciaba su vida independiente, debiéndose valer por sí misma con toda su impericia y desconocimiento. El topo tal vez oliese la peligrosa presencia de su depredador y se paró en seco, moviendo apenas los bigotillos y la naricilla; absolutamente inmóvil en lo demás. Uno y otro parecían una escena pictórica, una congelada secuencia cinematográfica.
La lechuza se fue acercando hasta sentir el calor que se desprendía del cuerpecillo peludo; el diminuto mamífero siguió inmóvil, su única estrategia defensiva. Pero la lechuza apenas se quedó a su lado, tan cerca que sus plumas rozaban el pelaje suave del topito. Y así permanecieron ambos durante lo que restaba de la fresca noche.
Al la noche siguiente ambos vecinos del campo no se encontraron y pudieron alimentarse sin interferencias. Pero la noche que siguió el topo emergió de su mundo de tierra y comenzó su tarea de alimentarse. Igualmente la lechucilla se estiró largamente, cabeceó y comenzó a inspeccionar la zona que le pertenecía por posesión natural. Pronto vio al pequeño topo y de alguna forma animal sintió una familiaridad y simpatía por el minúsculo y prácticamente ciego mamífero. Elevó su silencioso vuelo y pasó por encima del animalito, casi rozándolo, para salir hacia un campo vecino, donde encontró una suculenta cena, acabada la cual regresó a sus dominios. El topillo continuaba su nerviosa caminata, llenando su diminuta barriguilla. La lechuza lo descubrió y se acercó como la vez anterior, casi pegándose al topito, que, otra vez, de quedó inmóvil junto al ave. Y de esta manera llegó la bella aurora. Y cientos de nuevos amaneceres en que ambos seres, una vez nutridos, se reencontraban en su ceremonia de extraña y respetuosa pareja. La lechuza hubo de proteger más de una vez su reino de los intentos de descoronación y destierro, por parte de algún rival, lo que hubiera sido el final del indefenso topito, su compañero de vida nocturna.
Y, en aquel campo, transcurría la vida de aquellos dos seres, que por el día resultaban invisibles para confundirse con el canto de las estrellas, tan pronto la noche desplegaba su manto sobre la humilde vegetación que era su hogar común.

 


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