NÁUFRAGOS (I)

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Daphne, respondí cuando recuperé el aliento; me llamo Daphne. El gordito dejó de resoplar y siguió mirándome como si nunca hubiera visto una mujer, ni siquiera a su madre. Es cierto que sólo llevaba un pantalón de pijama y mis tetas, mis grandes tetas, estaban al aire, pero él estaba como hipnotizado. Además, por su parte no había salvado ni una sola prenda. Estaba en pelota picada, ahí con su pene chiquitín no muy visible entre las pelotas peludas. Enjugué mi cabello retorciéndolo y le pregunté cómo se llamaba él, porque no parecía conocer las reglas del intercambio social de cortesía. Se llamaba Raúl. Su barriga seguía subiendo y bajando, aunque ya habíamos pasado lo peor.

El Cordelia había naufragado y únicamente parecía que habíamos sobrevivido los dos. Por suerte muchas cajas y algunos barriles habían sido arrastrados como nosotros a esta puta isla en medio del Mar de Tasmania. La tormenta llegó de repente y fulminó cuanto halló a su paso. Cuando se fue, nos llevó con ella, con la fuerza de un titán brutal. Las olas eran columnas tan grandes como aquellas Torres gemelas que se desplomaron como si un puño salvaje las hubiera reventado desde dentro. El cuento recordaba la explosión de las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki... y todo en tan poco tiempo...

Hacía un calor seco intenso. Miré alrededor y por suerte "nuestra" isla estaba bien poblada de palmeras diversas. Había sombra más allá de la playa a la que llegamos empujados por las mareas blancas y espumosas. Le dije a Raúl que debíamos empujar los barriles y las cajas hacia el refugio de la arboleda de palmeras, para evitar que una marea se las llevase. De ellas dependía nuestra vida, mientras no dieran con nosotros y nos retornasen a la civilización de humos, ruidos y ansiedad de la que procedíamos. Con dificultad fuimos empujando las numerosas cajas, algunas semiabiertas, y los barriles; estos fueron más fáciles de conducir hasta el palmeral.

Después comenzamos a examinar nuestro tesoro. Había gran cantidad de botes de conservas, paquetes plásticos cerrados al vacío, botellas de cerveza y licores, carnes y pescados enlatados, fruta en botes, mantequilla, aceite embotellado... Abrimos varios barriles y descubrimos llenos de alegría que la mayoría contenía agua pura y cristalina; algunos vinos de gran calidad, incluso unos pequeños caros licores especiales, superiores a los embotellados. Todo suficiente para resistir meses, si fuera necesario. Pero estábamos solos en la isla cuyas dimensiones ignorábamos.

Abrimos un par de latas de carne en conserva y dos pequeñas latas de guisantes (las había a centenares), que luego utilizamos como vaso. Después, nos echamos a descansar a la sombra de las altas y frondosas palmeras.

Raúl se durmió rápidamente y roncaba sonoramente. Me acerqué a examinar a mi nuevo compañero de supervivencia. Era bastante calvo, barrigudo; sus tetas caían lacias hacia el prominente abdomen. El pecho era muy peludo. El vientre también colgaba y en medio estaba el matojo de vello púbico del que caían a un lado las bolsas testiculares; hacia el lado izquierdo su pequeña minga, con el prepucio ocultando un glande que parecía inexistente. La barba le cubría las mejillas y las cejas eran un alborotado mechón sobre unos párpados abultados. No parecía ser tan viejo. Le eché unos cuarenta y cinco años; máximo cincuenta tacos. Con mis cuarenta, yo parecía una colegiala en comparación, aunque había comenzado a entrar en el climaterio.

Raúl parecía un tipo tímido, educado y respetuoso, y cuando se acostumbró a ver mis tetas balanceándose todo el tiempo, dejó de mirarlas de reojo cada vez que me agachaba a recoger algo del suelo. No tenía ropa a mi alcance y tampoco me importaba mostrarme en topless para este compañero de exilio. Ambos deberíamos acostumbrarnos a vernos al natural y parecía estúpido intentar la robinsonada de correr a taparnos con hojas; ni pensar en matar a un animal para vestirnos con los cincuenta grados de temperatura que imagino habría en la isla.

Cuando se despertó le propuse ir a recorrer la isla provistos de unas altas varas que nos hicimos arrancando las largas hojas de las palmeras. La isla era pequeña. Tardamos todo lo que era una tarde en dar la vuelta y regresar a nuestra base improvisada. No había ni rastro de otra vida que los pájaros que lanzaban agudos silbidos y gritos desde las alturas. La luz se iba apagando y decidimos instalarnos tras una muralla que construimos con barriles, cajas y las innumerables ramas de palmera. Así pasamos nuestra primera noche como náufragos.

Cuando abrí los ojos Raúl estaba bañándose en la orilla. Me desperecé y fui a buscar dónde vaciar mi vejiga. Me abrí de patas y meé abundantemente; también alivié mi vientre y fui a tomar un baño a la playa. Él estaba organizando una especie de parada de botes, paquetes y demás. Nos sonreímos por primera vez y me quedé mirando desnuda a Raúl, que no pareció prestar mucha atención, hasta que cuando llegué a la orilla me giré y vi que tenía fija la mirada en mi culo. Con naturalidad le dije que el agua estaba muy rica y me metí entre las olas y me lavé. Salí chorreando agua, que caía entre mis senos y goteaba desde mi felpudo rubio. Raúl estaba sentado bajo una de las palmeras y sólo miro a mi cara. Yo escurrí mi pelo y me acerqué. De reojo miré su entrepierna. La pequeña minga del día anterior había dejado paso a una verga como dios manda. El glande era visible en el capullo y el tamaño era apreciable. No había otro ser masculino allí y sorprendida descubrí que empezaba a tener deseos de tener sexo, a la vista de semejante en-verga-dura.

Me senté a su lado, toda chorreando. Bueno, dije, tenemos mucho tiempo y no se está tan mal, ¿verdad? Él se volteó hacia mí y afirmó con un cabeceo que llevó sus ojos hacia mis senos, goteantes de agua que resbalaba desde mi cabello. Recogí el pelo entre las manos y lo escurrí. Mira, proseguí, Raúl, no sabemos cuánto tiempo vamos a estar aquí, esperando que nos localicen y rescaten, así que vamos a ir acostumbrándonos a estar juntos, familiarizarnos..., ya me entiendes. Lo miré fijamente. Él tenía una extraña mirada de suspicacia. Estamos solos, tú y yo; no hay nadie más. ¿Lo coges? Él asintió. Tenemos tooo-daa la isla para nosotros, y muu-chooo tiempo. ¿Lo...captas? Hizo un gesto de asentimiento y me miró de arriba abajo, dejando reposar la vista en las partes que se ajustaban a las palabras tiempo y solos. Me aproximé a él y lo abracé. Él me besó en los labios con una dulzura inimaginable. Luego nuestras lenguas cobraron vida en un juego de búsquedas y huidas dentro de las respectivas bocas. Yo ya estaba muy caliente. Bajé la mano. Si en reposo su pija era diminuta, ahora que estaba en plena función me encontré una polla enorme y gruesa, dura como la rama de un árbol y caliente como una brasa. Se la meneé enérgicamente. Estaba tan tiesa que se acercaba casi a un ángulo de noventa grados, como un jovencito.


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