SECUENCIAS (Siena y Aurora) LA LECTURA

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LA LECTURA

Siena se había ido pronto a la cama. José tenía turno de noche. Hacía frío aquella noche de enero; había llovido. Así comenzó hasta que las nubes grisáceas se hicieron más y más abundantes, y finalmente la lluvia se intensificó, se oyeron truenos, y algunos relámpagos iluminaron la aldea cuando se hizo de noche. Cayó una fuerte granizada y repentinamente todo cesó. La humedad calaba los huesos.

Siena apagó el fuego del hogar y se fue a acostar. Echó un vistazo a la habitación. Juanito dormía. Tomó el libro de Aurora y se lo llevó a la cama. Así que, Siena se acostó pronto y se puso a leer.

Se desnudó tiritando, se puso el camisón beige y se metió en la cama. Las sábanas estaban heladas. Dio un respingo; un escalofrío recorrió su cuerpo. Echó el vaho bajo las sábanas y cogió el libro que le prestó Aurora. Abrió la insinuante cubierta rosa del libro, con una mano, la otra sujetaba la recia sábana hasta el cuello.

El comienzo de la novela la sorprendió. La autora desgranaba los párrafos con la melancolía de una historia de amor ya pasada. Era prosa, pero en las palabras escogidas se traslucía un sentimiento poético profundo. Lo que la impactó fue cómo, ya en el primer capítulo, la historia era fuertemente erótica. Se trataba de una aventura amorosa entre dos mujeres de mediana edad. Siena fue avanzando las páginas y dejándose llevar por la narración.

En el tercer capítulo la descripción de las escenas de amor de convirtieron en una visión erótica tan clara que Siena casi podía ver a las dos protagonistas, haciendo el amor en la cala de la playa, desnudas, apretadas cada una contra el cuerpo de la otra, sobre la arena cálida. Un ardor fue subiéndole desde los pies hasta la cara. Leia con voracidad, dejándose llevar por cada línea; se tragaba los párrafos; quería saber más, como si estuviera allí, viendo los cuerpos, los besos, las caricias íntimas; oyendo la respiración, palpando la transpiración, oliendo los olores desprendidos por la piel. Por un lado, quería avanzar por los capítulos, las líneas y los párrafos para vivirlo todo; por otro temía que la novela se terminase, deseaba que fuera larga, como la historia de las mil y una noches.

Cuando la escritora relataba la intensidad del sexo desbocado de las dos amantes, Siena comenzó a notar la humedad en su vientre; bajaba desde su vagina y sentía el flujo humedeciendo su vulva, hasta los labios exteriores. Se llenó de deseo. Quería sentir lo que las protagonistas sentían, el placer de las dos mujeres en su cuerpo, el cosquilleo en su sexo, el roce de las yemas de los dedos por las aberturas, las líneas de la piel, el empuje, la humedad impregnándolo todo.

Bajó la sábana. Ya no sentía frío, sino un calor interior que manaba. Metió la mano por el cuello del camisón, abrió los botones y, leyendo, se acarició el pecho, lo bordeó y lo sopesó en la palma de la mano. El pezón estaba caliente y tieso, grueso, endurecido. Jugó con él; lo acariciaba, lo apretaba, lo estiraba ligeramente, le daba vueltas, lo que hacía crecer su hervor en el estómago, en el vientre. Entreabrió las piernas. Sentía el flujo y la humedad que resbalaba desde los labios exteriores deslizándose por el vello hasta la entrada del otro agujero, pequeño circulo estriado. Se retorció y apretó con fuerza los muslos. Con un movimiento de frotamiento circular, los labios se abrieron con la presión; entreabrió y cerró repetidas veces la raja mojada. Sentía un placer cada vez más intenso. Pasó a magrearse las dos tetas. Los pezones estaban completamente duros, tiesos y calientes, erguidos y muy sensibles a sus caricias.

Dejó el libro a un lado y se desnudó completamente. El frío había desaparecido. Recogió las piernas y abrió con ambas manos su raja. La punta de los dedos se cubrió de la melaza cálida de sus flujos; los frotó entre sí y comenzó a acariciar los bordes de la vulva, pasando por cada labio, repasando sus formas irregulares. Fue introduciéndose en su propia vagina, ahondándose y haciendo girar dos dedos completamente llenos de flujo. Empezó a hacerse el amor con penetraciones lentas y caricias en el clítoris, que se fueron intensificando rítmicamente. Sacó los dedos y se abrió y totalmente la vulva. Inició los toques en el botoncito violeta, grueso, ardiente; lo subía y bajaba entre las yemas de sus dedos, lo recorría circularmente. Introducía los dedos entre los labios calientes y los sacaba chorreantes de fluido, que dejaba sobre el capullo tieso y seguía masturbándose entre jadeos. Llegaron los gemidos. Siena se movía para acelerar las descargas de placer, hasta el momento en que los espasmos se adueñaron de ella. Su respiración se desbocó, movía sus glúteos frotándose sobre la sábana, que estaba manchada del flujo femenino, hacia girar su sexo sobre la palma de la mano que apretaba el clítoris espasmódico aún. Suspiró y los jadeos fueron menguando hasta quedarse inmóvil, con la mano apretada contra el monte de venus, los rizos vellosos, la abertura resbaladiza, el goteo del flujo vaginal que empapaba también el agujero del ano.

Tras un último suspiro largo y con una sonrisa satisfecha se tapó con la sábana y se cubrió hasta el cuello. Se acurrucó y antes de dormirse se prometió terminar el libro al día siguiente, repitiendo su viaje al cosmos del placer.

Le debía una a Aurora. Le compraría un libro parecido y las dos comentarían sus impresiones de lectura. Para eso estaban las amigas.


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