LA ENAMORADA

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LA ENAMORADA  
(Relato sexual)

 

Algo había cambiado.
(¿Qué podía haber cambiado?)
"¿Qué era lo que era distinto"
—Yo no la veo cambiada.
(...)

 

Algo había pasado en la vida de Gracia. Todo era igual, pero todo era diferente. Era distinto en otros momentos; en una isla personal que los demás no podían ver, y que ella protegía con la astucia de quien sabe que la impotencia y la irrelevancia van armadas con fuego.
Lo que había cambiado era Luis.
Gracia había cumplido 56 hacia tres meses. Tenía un sueño caprichoso pero ardiente en su pecho, oculto debajo del esternón, cercano al corazón; palpita con él, rebelde y retador...y lo había cumplido.
Cuando enterraba decenas y cientos de horas ante la pantalla como pasiva espectadora de historias de amor banales, propias del cine familiar de las cadenas de televisión, sabía que no era eso; que eso no era la vida, sino un simulacro directamente anterior a la muerte: la nada.
Eso fue después de la muerte de su marido, que la liberó de los incordios de una compañía convertida en rutina y altibajos de malestar. Lazos de indiferencia y exceso de trabajo complementario para satisfacer un injusto mal complejo de culpa.
Sin embargo, a ese magro pasar de las horas como granos de arena en un reloj cada vez más chiquito fue lo que la hizo despertar de la pesadilla del orden y las maneras hipócritas que la rodeaban.
Así saltó las barricadas de la molicie del buen juicio y contactó con Luis. Luis vino después de Carlos, Gabriel, Ángel y Tomás, inútiles quimeras de sus fantasías, intentos fallidos de ser ella, la realizada dama de sí misma, admitida en todos sus ocultos pasadizos y sus secretos más escondidos, que le valdrían los atemorizados adjetivos repudiadores de los seres muertos que la rodeaban. Los cadáveres debían ser ignorados y la carne palpitante que osaba declarar que se moría de necesidad de fuego, que quería arder en abrazos y besos, orgasmos y fluidos goteantes, probar los sofocos y el sudor del cuerpo y sus aromas; que deseaba traspasar fronteras para no regresar jamás a la cárcel inmunda de las ansias reprimidas. Quería probar todo y no se arrepintió al pensarlo.
Y así fue como Luis se convirtió en el sacerdote de su santuario de goce y placer; y ella en la reveladora Sibila que la autoguiaría, como diosa que era en verdad, a tomar los sacramentos de la sexualidad sin cerrojos.
Gracia y Luis se encontraban en días alternos y horas alternativas. Atravesaban barrios de su ciudad y escogían las habitaciones para sus encuentros, con la ilusión de llegar a un nuevo puerto o de un largo viaje en el ferrocarril de sus fantasías. Así serían sus reencuentros.
La primera vez, Gracia lo acompañó a su habitación de hotel cogidos ambos de la mano. Innumerables conversaciones los habían hecho hermanos, dioses de la sabiduría interior reencarnados mutuamente. Cerró la puerta y se desnudaron con el vigor de la pasión lujuriosa que exige y no espera. Luis admiró su madurez desnuda, sus pechos algo caídos, sus arrugas, la flacidez hermosa de sus brazos, la anchura golosa de sus caderas, sus glúteos alargados, el vello púbico alternado con la espaciosa boca vertical de su vagina. Gracia disfrutó de la lozana verticalidad del sexo erecto de Luis, de la juventud de sus testículos prietos, el vaivén de su pene al caminar desnudo por la habitación, su culo redondo y sus ojos de fauno.
Cuando él la recorrió con la lengua húmeda y la verga enhiesta, palmeándole las tetas, golpeando los labios de su coño maduro y caliente; cuando la besó, lamió y chupó desde la nuca hasta los tobillos, antes de comerle el clítoris, que se puso tieso y duro como era a los veinte años; de pasear su lengua en el pequeño y estriado pequeño orificio virginal, Gracia aprendió a devolver beso con beso, caricia con caricia, mamada con mamada, licuescencia con derrame lácteo, sorbo con sorbo, trago con trago, gemido con gemido, jadeo con jadeo, olor con olor, tacto con tacto... chillido de placer orgásmico con orgasmo gritado, llanto de voluptuosidad con voluptuosas lágrimas de placer...
Él la hizo correrse antes de penetrarla. Metió su polla joven en el maduro coño que destilaba flujos anticipados. Ella se mojó toda en su interior con la leche salvaje desparramada, con la cascada espumante del esperma. Luego tomó la verga y la lamió con suavidad, se la tragó y fue su expedicionaria decenas de veces, adquiriendo la destreza de las sacerdotisas más ilustres. Lo hizo correrse una y otra vez, entre sus dedos, entre sus tetas, en su boca... Los hilachos de semen que ella disfrutaba al sentir cómo caían irregulares desde sus labios para aterrizar en sus pechos la bendijeron centenares de veces. Cuando sentía como el torrente lácteo salía entre sus labios vaginales lo recogía entre sus dedos y lo regresaba a su interior paladeando y degustando el semen espeso y ardiente. Luis había sabido penetrar también entre su ignorada, en la estriada cueva trasera como si libase en el túnel nunca recorrido de un placer misterioso.
Gracia era la iniciada que sabía que no existía el amor sin sexo. Y descubrió la necesidad imperiosa de estar junto a Luis cuando este le confesó que ya no concebía el sexo si no era en el cuerpo de Gracia y que las horas eran cuentas vítreas si no estaba con ella, pero diamantes deslumbrantes cada minuto de entrega y pasión sexual con ella.
Gracia en sus otras horas, las horas muertas saludaba y mantenía conversaciones vacías y saludos rituales porque sabía que lo que no le perdonarían jamás los escrapulosos miserables que seguían espiando a una Gracia igual... pero diferente, esa que se había sacudido las cadenas que la sujetaban a la galera en que sus conocidas y conocidos remaban, engañándose mutuamente, diciendo, tratando de convencerse unos a otras de que viajaban en un feliz crucero cuyo destino era la felicidad. Al fondo, únicamente había un paraje de destino, la desértica gélida estepa deshierbada de la nada.


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