La periodista novata entrevista a un director
Por Arquimedes
Enviado el 04/02/2025, clasificado en Adultos / eróticos
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El señor Gil me miraba con sus dos pequeños ojos lascivos. Desde detrás de las gafas, bajaba la mirada hasta mi pecho, siguiendo la silueta que dibujaba mi estrecha camisa blanca y hasta llegar a la falda, donde se demoraba golosamente en mis nalgas. Me acerqué hasta su escritorio con cierta timidez.
-Señor Gil... -tartamudeé-. Vengo del periódico El Robledal para entrevistarlo, tal y como acordamos, acerca de su exitosa carrera empresarial.
-Tengo ciertos secretos que me gustaría compartir, es cierto... -se acomodó en su silla acolchada, tras un enorme escritorio de caoba-. Hace 40 años que dirijo el negocio más poderoso del país. Ya soy viejo y me retiraré pronto, así que no me importa compartir lo que sé. Pero, ¿sabe? Son secretos que jamás he revelado a nadie.
Me señaló un montón de hojas apelotonadas sobre una cómoda, algo alejada y, con su gran mano, me indicó que me acercara a revisarlas. Yo me levanté y comencé a hojearlas, dándole la espalda. De pronto, noté una mano cálida sobre mi nalga derecha, que apretujaba y toqueteaba fuertemente por encima de la tela. Era el señor Gil. Era un hombre no solamente mayor, sino grueso y muy alto. Se arrimó hacia mí y, muy suavemente, me susurró al oído:
-Pero estoy dispuesto a darle esa información a cambio de otras cosas, jovencita -susurró con voz ronca y profunda.
Yo tenía ganas de impresionar a mis superiores. Abrí las piernas y apreté mi trasero contra su entrepierna. El señor Gil llevó la mano hacia el muslo y la arrastró poco a poco por debajo de la falda. Comenzó a acariciarme por encima de las bragas. Aquello pareció volverle loco, porque escuché como se le elevaba la respiración, a la vez que soltaba un leve gruñido. Llevó la otra mano hacia mi pecho y lo estrujó con un deseo rabioso, a la vez que frotaba el bulto en su pantalón contra mi falda, lamiéndome el cuello, la oreja y la mejilla.
Me arrancó la blusa y levantó el sujetador. Me dió la vuelta sin apenas mirarme a la cara, lamiéndome los pezones y subiéndome la falda. Me rasgó las medias, me colocó boca abajo y me bajó las bragas hasta las rodillas. Me penetró sin más preámbulos. Gemí de placer. Con una vitalidad juvenil, comenzó a embestir salvajemente. Me agarré a las esquinas de la mesa para sujetarme. Los golpes secos de la mesa contra el suelo reflejaban la ferocidad con la que me penetraba. Vi la escena reflejada en el espejo de la pared: el señor Gil, con los pantalones bajados hasta las rodillas, me montaba incansablemente. Yo lo recibía, húmeda, con las bragas por las rodillas y la falda hasta el ombligo.
-¿Te gusta, pequeña guarra? -gritaba-. Os gusta que os follen duro, que os la metan hasta las orejas y que se os corran dentro.
Me tapó la mano con la boca y metió un dedo para que se lo chupara.
-Cállate coño -gruñó-. Estás montando un espectáculo.
Pero yo no podía, porque aquello era demasiado placentero. Me embestía con tanta violencia que, a cada nuevo embate, el escritorio se movía un poco de su sitio. Resollaba como un toro embravecido. Jamás había disfrutado tanto con un hombre.
En una de esas se detuvo en seco, me agarró del pelo y acercó su boca a mi y me gruñó al oído:
-¿Así que no te quieres callar, eh, pequeña putita? Sois todas unas putitas hoy en día, ya te enseñaré yo un viejo truco para cerraros la boquita.
Entonces se irguió, se giró hacia la puerta de entrada y, sin sacar la polla de dentro, llamó a su secretario. Entró un joven que contempló la escena con cierto apatismo. Sentí un poco de vergüenza y traté de taparme, pero me era imposible con aquella mole clavándome en mi lugar. Me humedecí un poco más en aquel instante. El viejo indicó a su secretario para que lo ayudara.
-Haz que se calle -le ordenó-. Ya sabes cómo.
Entonces, el señor Gil volvió a retomar su tarea. Parecía que las embestidas se redoblaban. El sonido se escuchaba cada vez más claramente: ¡plas-plas-plas-plas! Era como si su polla le creciera por momentos porque cada vez la sentía con más dureza, como si estuviera hecha de piedra, con los huevos golpeándome el clítoris en cada golpe. Era imposible no gemir de placer.
De pronto me encontré a su secretario enfrente mío, es decir, al otro lado del escritorio. Tenía su polla en la mano, y no se demoró en metérmela en la boca. Abrí la boca por iniciativa propia, y la acogí con la lengua.
Mientras el señor Gil me follaba con un ímpetu rabioso desde atrás, su secretario me follaba la boca por delante. El viejo empresario comenzó a saltar gruñidos bastante rotos, como de alguien que lleva fumando durante décadas, y a blasfemar en voz alta.
-Joder... -musitaba, como insultando-. Qué coño tan prieto me han enviado hoy... No voy a aguantar mucho más... -Y luego dirigiéndose a su secretario, le preguntó:-. ¿Cómo lo llevas tú?
Y su secretario, que me taladraba la boca, penetrándome hasta la garganta, empezó a gemir.
-Voy a correrme, señor Gil -gimió.
Al instante siguiente me había llenado la boca de semen, que salió disparado hacia la garganta. Hundió la polla hasta los huevos, hasta que tuve que abrir mas la boca para poder chuparlos también. El secretario me agarró del pelo y, mientras empujaba la polla hasta mi garganta, también tiraba de mi cabeza para que me comiera más. La lefa no paraba de salir, como si llevara ahí acumulada años y años, y él seguía gimiendo a cada empujón, a cada chorro que liberaba.
Desde atrás, escuché al señor Gil insultar y gritar a voz viva mientras se corría también. Me agarraba las caderas con sus manazas fuertes, de hierro, y me clavaba la polla hasta que ya no podía insertarla más, dando empujones como para abrirse camino dentro de mi cuerpo. Se me ocurrió que había vaciado los huevos en mi interior y no habíamos tomado precauciones. Pero aquello me excitaba. Quería más. Quería que los vaciase cada día, a cada hora, dentro de mí. Deseaba que me usara siempre que lo quisiera. Quería ser su zorra particular.
Vi en el espejo cómo el señor Gil se limpiaba la polla en mi falda. Se subió los pantalones, cerró la bragueta y volvió a atarse el cinturón, suspirando, como si nada hubiera pasado. El secretario había desaparecido. Me incorporé, me subí las bragas hasta un coño que no dejaba de gotear semen. Me tapé como pude los pechos, mordidos y manoseados, y me limpié con la mano el semen de la mejilla.
El señor Gil ni me miró. Me lanzó un sobre con toda la información por la que yo había venido y no hizo nada más, como si yo no estuviera ahí.
-Ahora, lárgate -simplemente dijo, haciendo un gesto de impaciencia con la mano.
Yo me marché, agarrando aquel sobre con una mano y sujetando con la otra mi ropa hecha jirones. Jamás olvidé al señor Gil y, a cada nuevo encargo, solamente deseaba que volvieran a enviarme para "hablar" con él.
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