La Canguro - Parte 1

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Tras dos años como asistenta en casa, mi canguro nos dejaba definitivamente.

Yo sentía una adoración por ella que rozaba lo enfermizo. Soñaba con ella, no me la podía quitar de la cabeza, pero creía haber conseguido sufrir mi pasión en silencio, sin que trascendiera ni el más leve indicio.

El día antes de su partida estábamos solas en casa. Mis padres se habían marchado de viaje.

Fue entonces cuando me hizo una extraña petición.

—Voy a darme un baño, ¿te importaría venir conmigo y ayudarme?

Era una pregunta de aquellas de cortesía. Se dirigió a las escaleras y yo la seguí sin saber exactamente a lo que se refería.

Entró directamente en el baño y se sentó en la misma silla donde solía esperarla yo para que me ayudara a desvestirme.

Me quedé unos instantes sin comprender, hasta que entendí lo que esperaba de mí. Me acerqué a ella y me postré para ayudarla a quitarse las botas. Ella, no obstante, en lugar de secundar mi gesto, puso una mano en mi mejilla para que la mirara.

—Recuerda, cariño. Primero debes preparar el agua.

Sonreí como una tonta y abrí el grifo, y gradué la temperatura del agua de forma similar a como ella lo hacía.

Por fin, agarré una de sus botas por la punta y el tacón y estiré hasta que se liberó de su pierna. Repetí la operación con su otra bota y las dejé a un lado.

Me incorporé con la vista baja y, como permanecía inmóvil, le ofrecí mi mano para que se incorporara. Ella obedeció mi muda orden y se irguió frente a mí. Sin las botas teníamos las dos la misma estatura, pero seguía sintiéndome insignificante en su presencia.

No obstante, con cada acto, con cada gesto me remarcaba que hoy la muñeca iba a ser ella, que yo debía tomar todas las iniciativas.

Desabroché sus tejanos, bajé la cremallera, y me agaché para deslizarlos hacia abajo agarrándolos por la cintura. Los llevaba muy ceñidos, siempre por dentro de las botas de caña alta, y tuve que estirar con fuerza hasta que salvé la curvatura de sus caderas.

Cuando superé los tobillos y pude deshacerme de los pantalones me atreví a levantar brevemente la vista, para encontrarme justo frente a su braguita. La blusa blanca tapaba parcialmente su cintura, pero pude entrever que cubría su intimidad con un coqueto tanga negro con transparencias y encajes. Bajé de nuevo la vista ruborizada y gané tiempo liberándola de sus calcetines altos con elásticos por encima del gemelo.

Los fui deslizando poco a poco, dejando al descubierto sus piernas, no muy largas, pero sí muy bien moldeadas y, sobre todo, perfectamente depiladas y suaves.

El rumor constante del agua cayendo me permitió distraer mi mente y no divagar con las oscuras elucubraciones que me asaltaban. Me acerqué a la bañera azorada, pero el nivel apenas cubría un palmo, y volvía a la tarea que se me había encomendado.

Volví a enfrentarla con la mirada baja. Me sorprendía que nunca había sentido ningún recato exhibiéndole mi desnudez un día tras otro, mientras que la perspectiva de verla a ella desnuda me provocaba un extraño desasosiego.

Inicié el proceso de desabrochar uno a uno los botones de su blusa. Lentamente. Por respeto, por temor, por pudor, o porque era como ella lo hacía siempre conmigo.

Llegué al último botón. La blusa blanca se abrió en dos cascadas cortada a cuchillo por el color tostado de su piel. Dos cascadas unidas en su centro por un puente, que unía también las dos copas de su sujetador.

Deslicé hacia atrás los hombros de la camisa y la dejé caer con torpeza.

Me sonrojé adivinando el asomo de una cálida sonrisa y retrocedí un paso ante la imagen de su cuerpo cubierto únicamente por la ropa interior.

El sujetador era una pieza sencilla, blanca con pequeños detalles de diminutos lazos en su contorno, de copa fina y tirantes. Era el contraste con su piel morena y cálida lo que me turbaba, y el corte recto que se adivinaba moría un poco por encima de sus areolas, dejando a la vista una buena porción de unos pechos hermosos, generosos y rotundos, que parecían pugnar por escapar de su prisión.

Bajé la vista y me dispuse a retirarle el tanga, descubriendo que, al igual que sus ingles perfectamente depiladas, la ausencia de vello era total alrededor de sus labios vaginales. Su monte de Venus, no obstante, quedaba decorado por un coqueto triangulito invertido que parecía una proyección de la parte delantera del tanga.

Me incorporé de nuevo y la rodeé con mis brazos para liberar el cierre del sujetador.

Nerviosa ante la cercanía de su cuerpo casi desnudo no alcanzaba a soltar el broche. Envolviéndola, una turbación vaporosa me azoraba. Mis sentidos se saturaban por el olor ligeramente amargo de su piel sudada, el calor que emanaba su cuerpo, la proximidad de su contacto, su aliento en mi cuello.

Finalmente, los tirantes perdieron su elasticidad y el conjunto se deslizó hacia adelante mientras su pecho recuperaba su disposición natural.

Retrocedí devolviéndole su espacio personal e involuntariamente añadí un paso más para disponer de la distancia adecuada para observar a Léa completamente desnuda.

Conseguí dominar una exclamación de asombro, pero mi boca me traicionó:

—Eres preciosa —susurré sin poder evitarlo.

—Que encanto… —alcancé a escuchar mientras seguía absorta en su contemplación.

Era su estampa, desnuda e inmóvil frente a mí, la viva imagen de la feminidad.

Era la expresión de la proporción en grado superlativo. Sus curvas sinuosas, la armonía de su cuerpo y el color tostado de su piel eran la antítesis de mi cuerpo flaco y fibroso y la blancura lechosa de mi piel.

Su rostro, ligeramente redondeado, resaltaba encuadrado en su media melena de cabello castaño por encima de los hombros, y el remate de los dos faros que lucían en él lo hacían inolvidable.

El conjunto de sus labios carnosos, su coqueta nariz redondeada y los traviesos pliegues de los pómulos que se le formaban a ambos lados de la nariz conformaban la encantadora y cálida sonrisa con la que me había sometido.

Y desde el cuello hasta los tobillos una sucesión de curvas aturdidora describía el contorno de su figura.

La espalda recta, la cintura mínima, las caderas pronunciadas y las piernas esbeltas.

Y sus voluminosos pechos se erguían orgullosos y desafiantes, cálidos y acogedores, con sus areolas reclamando acoger a su alrededor los labios sedientos de una criatura hambrienta de leche o de deseo.

Y su vientre plano, firme, suave, un mar en calma en el que navegaba a la deriva la fosa de su ombligo y, bajo él, el oscuro triángulo de las bermudas indicando la entrada del paraíso por la senda de sus ingles.

Entre sus piernas entrecerradas sus labios vaginales se adivinaban escondidos en la intimidad de sus muslos.

Unos muslos sobre los que descansaban las palmas de sus manos como un soldado en revista de tropas a la espera del veredicto de su capitán. Los talones pegados. Las piernas juntas, reflejando destellos de luz que delataban la suavidad de su tacto.


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