La Canguro - Parte 2
Por agata
Enviado el 11/02/2025, clasificado en Adultos / eróticos
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Volví en mí de mi aturdimiento y, con torpeza, le ofrecí mi mano para acompañarla a la bañera.
Una vez dentro, inicié de forma automática el ritual del baño, pues su rutina estaba tan asimilada por mi inconsciente que no requería apenas de esfuerzo por mi parte.
Y mi mente divagaba ausente de mis actos en otra dimensión.
Estaba totalmente cautivada por la contemplación de su belleza.
Su expresión tranquila, sus ojos cerrados, sus brazos inermes, su cuerpo oscilante bajo el reflejo hipnótico de las oscilantes aguas…
La turbadora constatación de que su cuerpo de diosa esperaba ser objeto de las mismas atenciones que ella me había dedicado me impedía concentrarme en otra cosa que no fuera en la visión de sus pechos coronados por dos hermosísimos pezones. Acariciaba su rostro con veneración inconsciente mientras anticipaba recorrer sus brazos y sus axilas como ella lo hacía, masajeaba sus sienes mientras imaginaba lo que sería que mis manos se deslizaran por su vientre y llegar a acariciar el vello de su monte de Venus.
Y sin saber cómo, me di cuenta de que llegaba el momento del aclarado y, recostándome sobre su pelo mojado, extendía mis manos jabonosas a lo largo de sus brazos hasta entrelazar mis dedos con los suyos.
Y no fui capaz de seguir.
Con los ojos cerrados recosté mi cabeza en su hombro húmedo y cerré mis dedos en sus palmas, mis brazos sobre los suyos, y así permanecí unos segundos, mis labios junto a su cuello, aspirando su olor, sintiendo su calor, hasta que sentí como sus manos se cerraban en las mías y como sus labios me regalaban un tierno beso en la frente, y su voz me llegaba desde muy lejos…
—No pares, cariño. Sigue adelante.
Volví en mí, y recorrí el camino inverso con mis manos, y acaricié la delicada piel de sus axilas. Con mucha suavidad, con dos dedos, las recorrí con reverencia temiendo incomodarla causándole las cosquillas que a mí me turbaban, pero, para mi sorpresa, descubrí en su rostro un estremecimiento, y sus codos se abrieron a modo de invitación. Repetí la operación un par de veces y reconocí su gesto de torcer el rostro y morderse el labio en un inconfundible indicio de excitación. Sentí mis piernas flaquear y fui consciente de mi propia alteración. Mi entrepierna me traicionaba y un hormigueo me recorría. Mis manos abandonaron sus axilas y, por fin, rodearon sus pechos presos de un temblor reverente.
Un sudor frío se apoderó de mí. Mis manos se sacudían sin control, mis brazos eran cables por los que circulaban descargas eléctricas.
Pero su sensibilidad estaba intacta y mis dedos saturaban mi cerebro con la tersura de su contacto.
El espacio y el tiempo se congelaron en ese instante. Me olvidé de Léa, de mí misma, y de todo cuanto hubiera vivido antes o tuviera que vivir en el futuro.
Solo existían mis dos manos, que recogían amorosamente esos dos suaves pechos por su parte exterior. Los abrigaban. Intercambiaban su calor. Sentían su tersura, su delicadeza y, por fin, lentamente, los empecé a acariciar. Recorriendo su perímetro hacia abajo, hasta que el dorso de mis manos se encontró en su curvatura interior, para luego separarse y completar la caricia de todo su contorno.
Y repetía la operación. Me deleité durante una eternidad adorando su forma, su tamaño, su calidez, y mi mirada perdida era testigo de mi veneración pagana poseída por la visión hipnótica de sus pezones erectos.
Mi obsesión por la llegada del momento de desviar mis manos y recorrer la parte superior de sus pechos, sus areolas y sus pezones era tal que temía mi cuerpo volviera a sufrir las sacudidas que robaron mi juicio durante las eyaculaciones de Pierre y Paul en el campamento.
Cerré los ojos. Mis manos se detuvieron abrigando los pechos por el exterior. Mi corazón latía desbocado. Los músculos de mis sienes me dolían. Apreté los pechos uno contra el otro. Y poco a poco deslicé el pulgar, separándolo de mis manos y recorriendo la divina suavidad de la piel de sus pechos hasta que sentí la tibia rugosidad de su areola. Me detuve un momento allí y suspiré. Y por fin los toqué. Duros y firmes. Pequeños y puntiagudos. Jugueteé con ellos con el dedo doblándolos con suavidad y, por fin, recogí las manos juntándolas con mi pulgar hasta que quedaron posadas en sus pechos completamente, con los pezones atrapados entre el dedo gordo y el índice.
Y empecé a masajear todo el volumen de sus pechos con un ansia irreverente. Mis dos dedos retenían entre ellos presos a sus dos pezones tiesos. Los otros tres se abrían y cerraban para acaparar el máximo de su contorno. Se cerraban sobre su parte inferior y la apretaban con furia recogiéndose mientras la carne de sus voluminosos pechos se escurría entre mis dedos. Y mi pulgar y mi índice se apretaban y restregaban sus pezones con una lujuria desconsiderada.
Unos gemidos me hicieron volver en mí.
Abrí los ojos.
Léa tenía la cabeza ladeada, los ojos cerrados con fuerza y la boca entreabierta.
Su mano derecha estaba sumergida, entre sus piernas, y un escalofrío casi me hace desfallecer al observar cómo frotaba con una intensidad rabiosa su clítoris, mientras su mano izquierda rodeaba su pierna para perderse bajo su culo y asomar en la entrada de su vagina, donde tenía introducidos dos o tres dedos, que entraban y salían sin parar.
Dominada por una súbita excitación incontrolable, cogí sus pezones y estiré de ellos hacia arriba, a lo que ella respondió con un profundo gemido. Presa de unas convulsiones generalizadas, me dediqué a castigar sus pechos frotándolos con rabia con una mano mientras daba rienda suelta a mis anhelos, y bajaba la otra mano por su vientre y acariciaba irreverente las partes de su cuerpo que quedaban a mi alcance y eran el objeto inconsciente de mi deseo. Acaricié el vello de su pubis, rocé con mi mano la suya que masturbaba su clítoris, acaricié sus ingles, la delicada piel del interior de sus muslos, puse mi mano sobre los dedos que se introducían en su vagina y, finalmente, ahogué mis gemidos sobre los suyos cerrando su boca con mis labios y buscando con mi lengua la suya.
Y compartimos un gemido que fue apagándose lentamente mientras nuestras fuerzas flaqueaban y quedábamos rendidas, ella inerte en la bañera, yo arrodillada a su espalda, mi cabeza en su hombro, mis labios en sus labios, mis manos hundidas hasta los codos reposando sobre su vientre palpitante.
Su mano empapada se ensortijó en mi cabellera revuelta y me acarició con dulzura.
—Ven, cariño —me susurró invitándome a introducirme junto a ella en la bañera.
Me incorporé aún turbada por el arrebato del que habíamos sido presa, pero su sonrisa tierna, en la que nada remotamente parecido al reproche tenía cabida, me confortó como siempre hacía su mera presencia.
Me desnudé frente a su atenta mirada y, con paso tímido y algo cohibida, entré en la bañera y me abandoné a su tierno y acogedor abrazo.
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