La Encrucijada de Francisco (1)

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Francisco llegó al umbral más allá de la luz, una claridad intensa que no hería los ojos, pero sí la memoria. No atravesó una puerta, sino que salió de ella, como si lo hubieran devuelto. Ante él se extendía un páramo desierto, amarillento, detenido en un tiempo sin relojes. La vastedad del paisaje imponía una quietud inquietante.

Siguió el único camino visible, una senda apenas marcada por el paso de otros que quizás también dudaron. Tras largo trecho, divisó un cartel: "Bienvenidos a Encrucijada". Un pueblo se esparcía más allá del letrero, como una herida abierta entre mundos.

—Qué extraño —pensó—. Siento que vengo de un sitio donde todos vestían de negro, con detalles rojos... pero esto, esto no lo reconozco.

Entró al pueblo. Nadie lo miraba. Los rostros se cruzaban con el suyo sin registrar su presencia, como si él fuera niebla. La sensación de no pertenecer lo oprimía.

Se acercó a un edificio de arquitectura antigua. Dentro, un patio cuadrado con columnas le reveló una fuente silenciosa, en cuyo centro se erguía una estatua de mujer desnuda, portando un jarrón seco. Al observar con detenimiento, Francisco notó que no era exactamente una mujer. Su sorpresa lo descolocó; su mente aún arrastraba juicios de otra existencia.

Un joven monaguillo surgió de entre los arcos, portando un incensario del que salía un humo espeso y dulce. Se detuvo frente a la estatua y dijo:

—Ella es la diosa Transire. Aquí se la venera, sobre todo por quienes logran ver el agua.

—¿Dónde estamos? —preguntó Francisco.

—Esa pregunta no tiene una respuesta única —replicó el muchacho, haciendo girar el incensario.

El olor lo transportó a su época de voluntariado, con adictos en recuperación, cuando creía estar salvando almas. Reculó, incómodo. Aún no comprendía que ahora el alma a salvar era la suya.

Continuó por la calle principal, pasando bares, tiendas, y rostros extraños. Al fondo, una iglesia. El cartel decía: "Congregación del Yogurín", junto a la imagen de un joven musculoso en actitud provocadora.

No entró. Aquello no ofrecía las respuestas que ansiaba. Solo más espejismos.

Entonces, un anciano de túnica monástica apareció. Su presencia no imponía autoridad, sino comprensión. Con un gesto amable, lo condujo hacia un edificio más sobrio, sin letreros. Allí, Francisco empezaría a recordar... y a confrontar.

El anciano lo guió por un pasillo que no parecía terminar nunca. A cada paso, las paredes cambiaban de textura: a veces líquidas, a veces de terciopelo, otras de un cristal que reflejaba pensamientos en vez de rostros. Francisco no decía nada. Su mente empezaba a disolverse en fragmentos de imágenes que no recordaba haber vivido.

El anciano lo detuvo frente a una puerta sin marco, suspendida en el aire. No la abrió. Simplemente dijo:

—Adentro, lo real deja de ser consenso.

Francisco traspasó la entrada, y el mundo cambió.

Ya no caminaba. Se desplazaba como idea. Su cuerpo era apenas una silueta temblorosa, hecha de lo que pensaba. Si temía, se volvía sombra. Si dudaba, se deshacía. Si imaginaba, se formaban mundos. Estaba en el plano de las proyecciones, donde cada pensamiento era arquitectura.

 

 


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