Un salvaje seduce a una dama

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La puerta de la taberna se abrió de golpe. Cuatro hombres mugrientos entraron, echando a todos los huéspedes de la taberna de malas maneras, dando gritos y golpes. Los identifiqué enseguida. Eran unos bandoleros famosos, muy temidos y perseguidos por la ley. Habían sido sentenciados varias veces, pero siempre habían huido.

El cabecilla, un hombre muy grueso y alto como un gigante, me señaló con un dedo oscurecido por la suciedad. Me detuvo justo cuando iba a abandonar el local.

-Tú no te vas a ninguna parte -rió, con una voz estrepitosa-. Tú te quedas a divertirte con nosotros.

Mi entrepierna se incendió de golpe. Noté cómo se me encendían las mejillas. Mi dama de compañía trató de defenderme, pero yo la insté a que se marchara: desde que había visto su dibujo por las paredes del poblado, lo había deseado. Aquello había sido una respuesta a mis oraciones.

Uno de los ladrones cerró la puerta, y el cabecilla me atrajo hacia él bruscamente. Me tomó por la cintura y, con una manaza enorme y áspera, sintió todas mis curvas. Acercó su nariz a mi cuello e inspiró con fuerza. Me dijo que olía bien. Arrancó los adornos de mi pelo y dejó caer mi ondulada melena dorada, inspirando con fuerza, apretando su entrepierna contra mi cuerpo. Tomó mi rostro con una sola mano, y lo ladeó. Luego, me besó apasionadamente, saboreando mi boca con su lengua, como si nunca hubiera probado una mujer.

Me agarró de la cintura y me sentó sobre una de las mesas vacías, cortó mi corsé con una navaja y dejó al descubierto mis pechos, tersos y pálidos, que jamás habían sido vistos por ningún hombre. Lamió y succionó mis pezones, duros y rosados, mientras llevaba su mano por debajo de mi falda. Mientras me acariciaba, su lengua viajaba entre mis pezones y mi boca, desplazándose por mi cuello como para no dejarse ninguna parte de mi por saborear.

No me di cuenta de que se había bajado los pantalones, y cuando sentí su miembro sobre mi muslo, lo vi rojo, grande y latiente. Tenía las venas hinchadas, gruesas. Lo arrastraba hacia delante y hacia atrás sobre mi piel, sin dejar de chuparme ni acariciar mis ingles, mis pechos, mi cuello. Y, muy poco a poco, comenzó a deslizar sus dedos entre las dos piernas, encontrándose con un paisaje húmedo, caliente, acogedor. Gemí un poco. Me lanzó una mirada salvaje, hambrienta. Era un hombre rudo, grande y peligroso, y sus ojos eran los de una bestia feroz. Respiraba con mucha agitación, abriendo las enormes alas de su nariz con cada exhalación. Su pecho, sudoroso y peludo, se elevaba y se hundía con la misma cadencia.

Haciendo acopio de sus fuerzas, agarró mi falda y la rasgó como si fuera un jirón de tela. Me tumbó sobre la mesa y me abrió de piernas. Lo agarré de la camisa y lo atraje hacia mí. Apretó su cuerpo sobre el mío y trató de encontrar mi agujero. ¿Lo encontraría? Era demasiado pequeño, yo jamás...

Entonces, de un golpe seco y potente, como toro embravecido, me penetró de golpe. Solté un aullido de placer. Tenía la polla enorme, a duras penas me cabía dentro. Pero él la había metido entera. De un golpe certero. Pude sentirla, latiendo, caliente e hinchada dentro de mí. Parecía haberme ensartado hasta el ombligo. Él gruñó con gozo, y sonrió al escucharme gemir.

Empujó con esmero, siempre penetrándome hasta tocar fondo. Al principio fue suave, y luego su cadencia se aceleró, arrastrando las patas de la mesa con cada golpetazo. Yo gemía constantemente, llenándome de gozo y de placer. Me agarró de los pezones, los pellizcaba y los chupaba con ansias. Lejos de dolerme, aquello me provocaba todavía más placer. Me tomó la boca con una sola mano, y la abrió, deslizando una vez más su lengua por mi garganta, de modo que no pudiera gritar de placer mientras él me penetraba con una pasión desmedida. Su polla enorme, como la de una bestia, no se cansaba. Al contrario, parecía ganar ímpetu por segundos. Y la mesa chirriaba y chirriaba, y las patas golpeaban contra el suelo de piedra con un estruendo ensordecedor. A su alrededor, su pandilla de amigos se reía, pero poco me importaba. Yo estaba en éxtasis de placer.

Él hundía su polla, grande como la de un caballo, dentro de mí, cada vez a más velocidad, incansable, insaciable. Latía dentro de mí. Entonces, gruñó de una forma gutural, muy fuerte, como anunciando algo. Se detuvo, me miró con el gesto desencajado...Y la velocidad se multiplicó. Comenzó a penetrarme con una fuerza indómita, como si hasta ahora se hubiera estado conteniendo. Golpeaba hasta el fondo, me agarraba para que no saliera despedida, me besaba para ahogar mis gemidos.

Me agarró los pechos con fuerza y se irguió, mirándome por encima, viéndome tendida y con las piernas abiertas alrededor de su cadera. Varios hombres sujetaron la mesa al otro lado, para evitar que sus golpes la desplazaran. Me follaba con una furia atronadora, convirtiendo sus gruñidos en gritos. Me agarró las piernas y comenzó a embestir, fuerte y profundamente, abriendo mucho la boca y dejando caer hilos de saliva espumosa. Entonces parecío llenarse de placer, y su cuerpo convulsionó mientras me embestía sin llegar a mirarme. Puso los ojos en blanco y gritó a pleno pulmón. Luego, sentí algo cálido dentro de mí. Algo que salió como disparado y me llenó, hasta que no cupo nada más dentro de mí y resbaló por mis piernas hasta el suelo. Él empujó con el cuerpo hasta que no le cupo más, terminando tan adentro que lo sentí casi en mi vientre. Luego, agarró su polla con una mano, sin llegar a sacarla, y la masajeó para vaciarla por completo en mi interior. Como si no quisiera derramar ni una sola gota fuera de mi cuerpo.

Le supliqué que me llevara con ella. Lo amaba. Pero él pareció no darse cuenta de que le estaba hablando y, sin dedicarme ni una sola mirada, me dio la espalda.

-Volveré a buscarte -me dijo, antes de partir.


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