Elodie y la boulangerie II
Por ambis
Enviado el 08/05/2025, clasificado en Varios / otros
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Elodie cerró la puerta de casa con suavidad. El apartamento, ubicado en el segundo piso de un edificio antiguo en Le Quartier Saint-Éloi, estaba en penumbra, iluminado solo por la luz anaranjada de una farola que entraba por la ventana. Se quitó los tacones y avanzó descalza por el suelo de madera, disfrutando la frescura bajo sus pies.
Desde la habitación se oía el sonido rítmico del agua corriendo en la ducha. Jean-Marc debía haber llegado apenas unos minutos antes que ella.
Se miró un instante en el espejo del pasillo. Seguía viéndose hermosa. A pesar de las largas jornadas en la boulangerie, de la harina en las manos y el olor persistente a masa fermentada, seguía siendo una mujer joven, con piel tersa y labios carnosos. Y su vestido rojo aún se ceñía perfectamente a sus curvas.
Con un destello de picardía en los ojos, se desabrochó lentamente el botón superior, dejando entrever el escote, y caminó hacia el dormitorio. Quería sentirse deseada. Quería recordar, aunque fuera por una noche, que seguía siendo la misma mujer por la que Jean-Marc alguna vez había ardido de deseo.
Se apoyó en el marco de la puerta del baño. La humedad del vapor hacía que su piel se erizara ligeramente.
—¿Cómo ha ido el día? —preguntó con voz aterciopelada.
Jean-Marc, con una toalla alrededor de la cintura, se secaba el cabello frente al espejo. Ni siquiera se giró para mirarla.
—Bien… bastante trabajo —respondió con tono monótono.
Élodie avanzó con lentitud. Se acercó por detrás y rodeó su cintura con los brazos, apoyando el rostro en su espalda desnuda. Su piel estaba caliente, olía a jabón y a la fatiga de la jornada.
—Podríamos relajarnos un poco antes de dormir… —murmuró, deslizando las manos sobre su pecho.
Sintió cómo Jean-Marc suspiraba, pero no de la forma en que ella esperaba. No era un suspiro de deseo. Era un suspiro de agotamiento.
—Élodie… estoy realmente cansado.
Se soltó suavemente de su abrazo y caminó hacia la cama. Ella se quedó allí, de pie, con los brazos cruzados, sintiendo el rechazo como un golpe frío en el pecho. Lo siguió con la mirada mientras él se sentaba al borde del colchón y se pasaba las manos por el rostro, agotado.
Ya no la miraba.
—Siempre estás cansado —murmuró ella, apenas un susurro, pero suficiente para que él la oyera.
Jean-Marc alzó la vista, confuso.
—Mañana tenemos que levantarnos temprano, cariño —dijo simplemente, como si esa fuera la única explicación posible. Como si todo estuviera bien.
Pero no estaba bien.
Élodie se quedó inmóvil unos segundos más. Luego, con una sonrisa forzada, asintió y se dio la vuelta. Apagó la luz de la habitación y se deslizó bajo las sábanas, manteniendo su cuerpo a una prudente distancia del de su marido.
Escuchó su respiración hacerse más pausada hasta que, minutos después, se convirtió en el sonido uniforme de alguien que duerme profundamente.
Élodie, en cambio, permaneció despierta, con los ojos abiertos en la oscuridad.
Y mientras el reloj avanzaba en la mesita de noche, entendió que el cansancio de Jean-Marc no era solo físico. Era un cansancio diferente. Un cansancio que la alejaba, que la volvía invisible.
Un cansancio que, tal vez, no desaparecería nunca.
El aroma a café recién hecho y pan caliente impregnaba la boulangerie desde primera hora de la mañana. Era sábado, y La Petite Miette bullía con la actividad de siempre: clientes apurando su café en la barra, familias eligiendo pasteles para el desayuno, y Jean-Marc en la cocina, supervisando el horno mientras los empleados iban y venían con bandejas humeantes.
Élodie, con su delantal impoluto sobre un vestido azul de lino, atendía la caja con su sonrisa habitual, aunque en su interior se sentía inquieta, distraída, atrapada en una sensación que no terminaba de entender.
Todo empezó cuando Miranda, la nueva empleada, entró en la cocina con una risa cantarina. Una risa que Élodie reconoció de inmediato. No era la risa despreocupada de alguien que simplemente disfruta de su trabajo. Era una risa coqueta. Ligera, pero cargada de intenciones.
Desde su puesto en la caja, Élodie levantó la vista, alerta. A través del ventanal que daba a la cocina, pudo ver la escena con claridad: Jean-Marc, inclinado ligeramente sobre la mesa de trabajo, con los antebrazos apoyados en la madera enharinada, miraba a Miranda con una expresión que hacía mucho tiempo que no le dirigía a ella.
Miranda sonreía, con el cabello recogido de manera despreocupada y un leve rubor en las mejillas. Algo le decía a Jean-Marc en voz baja, lo suficiente para que los demás no pudieran escucharlo.
Y Jean-Marc sonreía también.
Pero no con la sonrisa fugaz y cansada que reservaba para Élodie en casa. No. Era una sonrisa diferente. Cómplice. Intima.
Élodie sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sus dedos se crisparon ligeramente sobre el mostrador.
En los últimos meses, había asumido que el distanciamiento de Jean-Marc era solo producto del trabajo, del cansancio, de la rutina. Pero, ¿y si había algo más? ¿Y si el problema no era el agotamiento, sino la presencia de otra mujer?
Siguió observándolos, tratando de convencerse de que todo aquello solo existía en su cabeza. Pero entonces, Jean-Marc hizo algo que la desarmó por completo: al pasar junto a Miranda, rozó su brazo con la yema de los dedos. Un gesto fugaz, casi imperceptible… pero que a Élodie le resultó demoledor.
Sintió el estómago encogerse. Ese tipo de roce. Ese tipo de sonrisa. Esa complicidad silenciosa. Alguna vez habían sido para ella.
—Madame, ¿todo bien?
La voz de Louis la sacó de su ensimismamiento. Se volvió hacia él y se encontró con su mirada preocupada.
—Sí… —susurró, obligándose a sonreír—. Todo bien.
Pero no era cierto. Porque en ese instante, con una claridad dolorosa, Élodie supo que su marido no estaba solo cansado.
Su marido estaba distante porque, quizá, su corazón ya no le pertenecía.
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