Con los muchos apagones que se han producido a escala mundial, muchos países comenzaron a investigar y desarrollar mecanismos para que las comunicaciones no dependieran de la energía eléctrica. Se presentaron numerosas investigaciones, pero una destacaba sobre el resto. Un joven científico, Ayman Azzah, presentó un proyecto revolucionario de electrónica de masas: un nano chip implantado en el brazo que generaba su propia energía a partir de las cargas eléctricas naturales de las células humanas. Esta tecnología permitía mantener comunicaciones, almacenar datos y proyectar pantallas virtuales sin necesidad de dispositivos externos. Pronto, el chip se volvió indispensable, y en pocos años toda la humanidad estuvo conectada, incluso los recién nacidos eran implantados al nacer.
Ayman había nacido en Gaza, durante los tiempos del Genocidio. Sobreviviente del asesinato de toda su familia, fue rescatado por una colaboradora de Médicos Sin Fronteras y criado en Occidente. Allí estudió en la Universidad Tecnológica Avanzada (UTA), donde su talento lo convirtió en una figura disputada por las empresas tecnológicas más influyentes del mundo. Sin embargo, jamás olvidó sus raíces ni las imágenes de su infancia, marcadas por la destrucción, el dolor y la pérdida. Durante años, alimentó un odio profundo que primero dirigía hacia los judíos, pero que luego expandió hacia todo el sistema occidental, al que consideraba cómplice del exterminio de su pueblo.
Cuando finalmente tuvo el poder, no lo usó para destruir… al menos no de inmediato. El chip, aparentemente un avance para la humanidad, tenía otras funciones ocultas. Podía alterar percepciones, manipular emociones, e incluso, si Ayman lo ordenaba, inducir la muerte de quienes intentaran extraerlo. Ya nadie podía prescindir de él sin pagar un precio terminal. La humanidad, sin saberlo, había entregado su libertad a una sola mente.
¿Qué hará Ayman con ese poder? ¿Ejercerá una justicia implacable? ¿O encontrará una forma de redención? La posibilidad de esclavizar a todos está en su mano… como también lo está la de cambiar el curso de la historia. Podría destruir civilizaciones, pero también podría reescribir los valores sobre los que se construye el mundo.
El destino de los judíos, de los occidentales, de todos los pueblos, permanece suspendido… como si la humanidad entera estuviera contenida en un instante, aguardando la decisión de aquel niño de Gaza, que ahora controla la conciencia de todos.
Cuando por fin tiene el control absoluto, Ayman se enfrenta a una visión: no la del genocidio, sino la de su madre ensangrentada cantando entre escombros para que él no tuviera miedo. Esa memoria olvidada resurge como una llama sagrada.
Decide entonces transformar el chip no en un arma, sino en una herramienta de despertar colectivo. Activa una función que conecta emocionalmente a los humanos: todos sienten lo que sienten los demás. No se pueden ocultar ni el odio ni el amor.
El mundo, al principio, enloquece ante esa sobrecarga de empatía. Pero poco a poco, el sufrimiento compartido comienza a curar las heridas. Las naciones colapsan, pero no por la guerra, sino porque ya no hacen falta.
El concepto de “enemigo” desaparece. Y un nuevo orden, no político ni económico, sino humano, comienza a surgir. Ayman Azzah desaparece , convertido en leyenda. Algunos lo veneran como un mesías. Para otros es un misterio.
Pero él sabe que, al final, solo fue un niño que no quiso más dolor. Un niño que soñó con luz… y la compartió.
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