EFÍMERA

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                          EFÍMERA

En un jardín repleto de flores multicolor, una mariposa danzó entre los pétalos. Cada aleteo era un instante de pura alegría, pero el viento sopló y las flores volaron por los aires.

La mariposa se cobijó en un pequeño agujero que había en el troco de un árbol de morera y sintió miedo.....

La sombra, que los primeros rayos de sol de la mañana proyectaban desde la pequeña resquebrajadura hacia el lado opuesto, se movía sinuosamente; iba y venía, subía y bajaba. La mariposa se encogió con las alas plegadas y las antenas quietas; los ojos abiertos desmesuradamente, la boca apretada, controlando los desbocados latidos de su corazón, inmóviles las patitas, casi sin respirar... La forma, alargada, de una decena de diminutas patitas claras, y un hociquito respingón se acercó a ella con curiosidad: ¡sin duda la había descubierto! La mariposa se echó a temblar.

—¿Qué haces tú aquí? ¿Quién eres? ¿Qué buscas en esta oquedad tan pequeña? ¿Te has perdido, dime?

La mariposa tragó saliva dificultosamente y controlando el temblor de su boca respondió:

—Son muchas preguntas.

—Ya veo... Te has atemorizado. No temas, soy inofensiva y pacífica; todas nosotras lo somos.

—¿Hay... más como tú? —inquirió la mariposa, ya más tranquila y confiada.

—¡Ah, claro; somos muchas, centenares... Mis hermanas están por ahí... trabajando también —se irguió ligeramente sobre parte de su cuerpo articulado, se acercó a la extranjera recién llegada y husmeó con su trompita oscura a la mariposita; luego volvió a encogerse sobre los anillos; las franjas oscuras de su piel casi translúcida y suave volvieron a estrecharse—. Perdona..., he de seguir también yo con mi tarea.

La mariposa, ya hecha a la oscuridad interior del interior del tronco, pudo ahora ver con claridad al ser del árbol. Observó cómo con una extraña hebra amarillenta que brotaba de su boquita, iba tejiendo, pasada tras pasada: el ser alargado iba construyendo una especie de cáscara en que se apreciaban los cruces de hilos sin cesar: una especie de cuevecita o casita, similar a un huevo de codorniz, pero sin motas y de color amarillo claro.

—¿Para qué trabajas tanto, si vives en la casa del tronco? Aquí no tienes frío ni te mojas con la lluvia.

El ser se rió y respondió:

—Es porque ha llegado la hora. Soy una oruga.

—¿La hora... de qué —preguntó intrigada la mariposa?

—¿Me ves..., así, tan diferente de ti, caminando con tanta dificultad, torpe y barriguda, limitada a ver poco mundo, comiendo invariablemente las mismas hojas día tras día? —la oruguita levantó el cuerpo con cuatro de sus patitas agitándose—, pues pronto seré como tú... bueno, no igual, pero parecida. Si vuelves por aquí en unas semanas podrás verme en mi nueva forma.

La mariposa reflexionó un momento; su interés por la laboriosa oruguita la tenía fascinada; pero le confesó la duda que la asaltava.

—Amiga mía, ¿cómo voy a reconocerte si dices que serás otra?

La gusanita hizo sonar su boquita al reírse.

—Mira, yo te te reconoceré a ti. En el amanecer del día decimonoveno te esperaré a la puerta de mi casa, en este agujero del tronco; te prometo reencontrarnos, pero no te retrases.

La mariposa movió las antenas afirmativamente, a modo de promesa también por su parte, y los dos animalitos se despidieron. Cuando cesó la lluvia y el viento, la mariposita salio por el orificio del tronco y continuó sus vuelos alimenticios y juguetones, mientras la oruga siguió su trabajo incansablemente. Unos días después la mariposa regresó al árbol llena de curiosidad y penetró en el santuario de la gusanita

La llamó varias veces, pero no hubo contestación. En el lugar donde estaba la oruguita sólo había un capullo herméticamente cerrado. Con tristeza la mariposa salió y después de echar una mirada nostálgica al interior del huequecito echo a volar nuevamente.

La mariposita siguió su vida, con sus vuelos, libando de las dulces flores, jugueteando a amarse con otras mariposas..., pero cada amanecer iba descontando días para cumplir la promesa. Así hasta que llegó el día señalado.

La mariposa llena de nerviosismo y cierta zozobra voló temprano al árbol y se posó junto al orificio del tronco. Plegó sus alas y espero dormitando al reencuentro con su vieja amiga. Cuando el sol estaba iniciando su elevación sobre el bosquecillo de moreras, un aleteo algo pesado la puso en guardia. De repente, una extraña mariposa blanquecina, de aspecto algo grotesco, de alas cortas y vientre prominente de posó junto a ella. La mariposita se asustó y abrió sus alas de líneas amarillas y bermellonas, con preciosos ocelos azules y se elevó dispuesta a huir de la extraña mariposa que le recordaba a una inmensa polilla. Pero, en ese momento, la otra movió sus antenas y la llamó.

—No te asustes, soy yo, la oruga.

La mariposa abrió sus ojos tanto que casi se le salen de las órbitas. Recordaba perfectamente a la oruguita, su suave carne blanquecina, su hociquito oscuro, sus anillos y sus patitas...

—No puede ser. Tú debes ser un ser maligno, posiblemente una caníbal dispuesta a devorarme; una espía que escuchó nuestra conversación... ¡tal vez..., hasta te hayas comido a la gusanita! —se horrorizó la mariposa al imaginarlo—.

La otra mariposa agitó sus alas y alarmada gritó:

—Espera, por favor, soy yo, la oruga tejedora. Acuérdate: te dije que tendría otra forma, parecida a ti. Lo ves —movió sus alas—, pero soy yo, amiga; no te asustes. Ahora ya podemos hacer nuestro viaje juntas. Yo empiezo ahora a volar, soy muy ignorante y necesito que me ayudes. Tú eres más hermosa y más sabía, conoces el mundo. ¿Quieres que recorramos juntas el bosque? Podemos conversar en nuestros viajes juntas e intercambiar experiencias de nuestros diferentes mundos, vivir aventuras y pasarlo bien las dos?

La mariposa ya había reconocido la voz de su vieja amiga. Volvió a posarse a su lado y observó la mirada chispeante y la boca de su amiga, tan diferente de las que tenía siendo gusanita, pero descubrió que seguía siendo la misma tranquila y afectuosa oruguita del huequecillo del árbol de la morera. Un relámpago de alegría y felicidad la recorrió de las antenas a las puntas negras de sus preciosas y bellas alas. Recordó cómo había pensado en ella todos estos días, soñando con volver a verla. Levantó el vuelo y respondió:

—Vamos, sígueme, te enseñaré el bosque y luego emprenderemos un viaje tan largo como los días que tengamos por delante.

La otra mariposa, menos elegante, se puso a volar junto a ella y risueña comenzó:

—Érase una vez una oruga de la seda...

Debajo de ellas, cientos de flores de multitud de colores abrieron sus pétalos mostrando la sensualidad de sus corolas receptivas, y en las sendas del camino se oía el eco alegre de sus risas.

 

 


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