Alana, la zorra de mi madrastra - Parte 1a

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Mi madrastra Alana estaba como un cañón. Era de estatura media y su cuerpo no tenía un gramo de grasa; todo parecía estar en su sitio perfecto. Su piel, ligeramente bronceada, mostraba algún que otro tatuaje discreto. Tenía un pelo azabache, siempre alisado y rematado con un peinado estilo Cleopatra. Era una belleza mediterránea. Estaba buenísima. Tenía además un rostro precioso, ovalado con facciones suaves y una mirada penetrante tras sus grandes ojos negros. La nariz, pequeña, era de una sensualidad indescriptible y la adornaba un pequeño piercing sobre una de sus aletas. Sus labios, generosos, pero sin excederse, entreveían una lengua que en mi imaginación era muy juguetona, y unos dientes perfectos y alineados.

¡Ay! Era precisamente en mi imaginación donde había evocado lo poco que aún escondían los atuendos que lucía. Siempre vestía con tops que realzaban sus pechos, turgentes y de buen tamaño. También solía ir con shorts o faldas peligrosamente cortas que hacían las delicias de mis ojos, que imaginaban esas nalgas redondas y duras escondiendo sus mejores tesoros. ¿Cómo olería? ¿Cómo sabrían esas maravillas? Mi lívido se desbordaba pensando esas y otras guarrerías.

En más de una ocasión había robado uno de sus tangas de la cesta de la ropa sucia y había jugado con él. Lo había olido, chupado y había eyaculado en ellos. Solo con rememorar esos olores ya me ponía rígido.

¿Y cómo se ha podido agenciar mi padre un monumento semejante, preguntaréis? Y la respuesta es fácil: mi padre tiene mucho dinero. Un montón. Así que es la historia de siempre: hombre rico y mayor encuentra a una despampanante mujer más joven que le da placer. En todo caso a mí no me parecía mal, sentía una envidia sana de las lujurias que seguro recibía por parte de Alana, pero me alegraba por él. Alana, además, era simpática y risueña, siempre me trataba bien. Obviamente me preocupaba el tema del dinero, pero no me sentía inseguro; mi padre jamás me dejaría en la estocada.

El problema vino cuando descubrí que ella le estaba siendo infiel. Un día, volví a casa de la universidad antes de tiempo, pues me salté la última clase. Cuando llegué esperaba encontrarme la casa vacía; mi padre trabajaba hasta tarde y Alana debía de estar en sus clases de pádel. Sin embargo, cuando entré en casa y llegué hasta el comedor, escuché unos ruidos en el piso superior.

- ¿Hola? – dije, sorprendido.

- Hola David, ¡sí que has venido pronto! – respondió la voz semi amortiguada de Alana.

- No he ido a la última clase. ¿Tú no estabas en el pádel? – pregunté. Quizás le había pasado algo o se encontraba mal.

- No he podido ir. Había quedado con un decorador. Queremos hacer reformas en el baño. Está arriba. – apuntó mi madrastra, mientras bajaba la escalera a mi encuentro de forma un poco apresurada.

Iba con un vestido de tirantes, veraniego y fresco. Sus curvas se marcaban de forma arrebatadora y a cada escalón que bajaba sus pechos temblaban bajo el vestido. Tenía el pelo ligeramente alborotado, algo sumamente raro: su peinado liso siempre la acompañaba. Además, estaba ligeramente colorada. Sus mejillas amagan un tono levemente rojizo y parecía a punto de sudar. Podía ser el calor, claro, pero me extrañó.

- Ah, no sabía nada. – respondí. Nos miramos un momento y ella sonrió, desviando la mirada.

- Es algo sin importancia. Ven, te prepararé algo para merendar y me cuentas cómo te ha ido el día. Vamos a dejar trabajar al decorador. – Me dijo mientras pasaba a mi lado y posaba su mano en mi hombro. 

Fuimos hasta la cocina y Alana preparó unos gofres con chocolate. Charlamos un rato sobre la universidad. Cuando llevábamos unos 10 minutos en la cocina, escuché la voz de un hombre, a lo lejos.

- Señora Alana, ya estoy. Me marcho. – dijo.

- Sí, voy ahora mismo. – respondió mi madrastra. Se levantó, atravesó la cocina y fue al encuentro de la voz.

Me levanté y la seguí muy cuidadosamente. Los escuché en el recibidor. No pude discernir qué decía la conversación, pues hablaban en cuchicheos y susurros. Tras unos segundos así, escuché algo así como “vete ya” y a continuación, teatralmente, mi madre dijo en voz alta “Adiós, muchas gracias”. Y el tipo cerró la puerta tras de sí.

Volví rápidamente a la cocina. Seguimos hablando un rato más y me marché a jugar al ordenador.

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Al cabo de unos días, mientras estábamos cenando los tres (Alana, mi padre y yo), recordé el tema. Por entonces ya sospechaba de lo que en realidad había pasado. ¿Un decorador? Alana había redecorado la casa ya en más de una ocasión, eso era cierto. Sin embargo, la última vez fue apenas tres meses antes. Además, estaba claro que se había sentido tremendamente incómoda cuando aparecí por casa antes de tiempo.

- Oye, ¿cómo va el tema del decorador? – dije al aire, a nadie en concreto. En una situación normal, mi padre obviamente sabría de qué le estaba hablando. Sin embargo, mi madrastra se apresuró a responder.

- ¡Ah! Nada al final. Quería darle una sorpresa a tu padre, pero no me convenció. – dijo ella, claramente tensa, mientras se levantaba para recoger algo. Cuando ella desapareció tras el ángulo de visión de mi padre, me miro suplicante y me hizo un gesto de silencio con el dedo índice.

- ¿Una sorpresa para mí, un decorador? – dijo mi padre sarcásticamente. – ¿Además, no retocaste ya bastantes cosas hace poco? – inquirió extrañado.

- Sí, sí… sólo quería consultar algunas cosas. Tonterías mías, no te preocupes. – le contestó Alana.

Si mi padre sospechaba algo, no lo dejaba traslucir. El resto de la cena fue normal y la conversación divagó por la política, el fútbol y el tiempo.

Continuará con el relato 1b

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