La estatua sin sombra

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La expedición nos había llevado hasta esa ciudad subterránea que nos revelaron las inscripciones. En la caverna más recóndita, un amplio pasillo desembocaba en una sala circular, pedregosa, sin decoración alguna. En el centro se alzaba una grotesca estatua de un metal oscuro, tan profundamente oscuro que parecía ajeno a esta realidad.

Era un amasijo de tentáculos afilados que se entrelazaban formando ángulos imposibles: espirales que se superponían unas sobre otras, figuras sin principio ni fin, como si la geometría hubiese sido deformada por una mente enferma. Producía un extraño efecto óptico, un retorcimiento perpetuo, aunque permaneciera completamente inmóvil.

En su núcleo, una pieza destacaba. Era distinta, pero el mismo tono de oscuridad impedía identificar el material. Acerqué el candil. Me estremecí al comprobar que la estatua no proyectaba sombra.

—¿Cómo es posible que exista algo que no arroje sombra? —pregunté, girándome hacia Bruno Andino.

Estaba pálido, más que nunca. El terror en sus ojos era transparente.

—No se parece a nada que haya visto antes... no encaja con ninguna de las civilizaciones que he estudiado —balbuceó, visiblemente alterado.

—No es de este mundo... —susurró Armando Carvallo, embelesado.

Estaba completamente hipnotizado, como una polilla atraída por la llama. Su mirada se perdía en la figura con una mezcla de miedo y fascinación.

Volví a mirar la estatua. Me sumí en aquella oscuridad, siguiendo con la vista los ángulos que se entrelazaban como si descendieran hacia un abismo sin fondo. El infinito… esa oscuridad…

El terror se apoderó de mí cuando traté de apartar la vista y no pude. Mi cuerpo estaba rígido. Una parálisis absoluta me mantenía en pie, atrapado. Y mi consciencia, descendía… descendía en espiral entre los tentáculos.

Entonces sentí un dolor seco, como si una garra invisible apretara mi corazón. Recuperé un instante de lucidez y me vi inmerso en la nada, rodeado por aquella oscuridad imposible, cayendo entre espirales afiladas.

Fue entonces cuando lo comprendí.

Todos los ángulos, todas las formas imposibles, convergían en un único punto: un ojo sin párpado, inmenso, de proporciones indescriptibles… que me observaba desde más allá de la realidad.


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