Iria Nova no recordó el momento exacto en que abandonó el tiempo, porque todos los momentos acudieron a ella de golpe, como un torbellino estallando en su conciencia. Sintió su primer llanto, su última exhalación, y todas las palabras que había dicho o callado a lo largo de toda su vida. No había secuencias ni consecuencias, ni causas ni circunstancias; sólo un presente absoluto, inmenso, indiferente, donde el amor, el miedo y el cansancio coexistían sin esperanza de evolución en un estado atemporal.
Durante años —¿o era un único instante?— Iria Nova había investigado la naturaleza ilusoria del tiempo. Las teorías decían que la mente tejía la secuencia para sobrevivir, que la verdadera estructura del universo era indiferente al "antes" y al "después". Quiso demostrarlo. Creó un dispositivo capaz de desconectar su conciencia de la corriente temporal, de liberar su percepción hacia una atemporalidad absoluta.
Lo logró.
Al principio, la visión fue sobrecogedora: todos los instantes de su vida se abrían ante ella como imágenes infinitas superpuestas y accesibles instantáneamente. Pudo ver sus días de infancia, el temblor de la primera caricia, la amargura de las derrotas, el orgullo y el dolor, todo coexistiendo, vibrando en una simultaneidad desbordante. No había secretos. No había más misterios. Cada decisión, cada error, cada pequeño desvío en su existencia estaba allí, inmutable.
Pero la maravilla dio paso a un agobio insoportable.
Quiso actuar. Quiso mover un solo dedo, formular un pensamiento distinto, alterar aunque fuera un mínimo de aquella armonía eterna. No pudo. Todo lo que era —sus actos, sus emociones, sus deseos— ya estaba contenido en ese presente total. Incluso su impulso de rebelarse era tan parte del cuadro como su primer suspiro.
Comprendió que la libertad había nacido, siempre, del fluir del tiempo. Que el cambio, el error, la esperanza misma, dependían de esa ilusión de movimiento que ahora había perdido.
Iria Nova flotó —o creyó flotar— en aquella eternidad fija, buscando un pliegue, una grieta, un resquicio por donde escapar. No encontró nada. Todo era perfecto y terrible.
Finalmente, en medio de esa vastedad silenciosa, surgió en su mente un último pensamiento, claro como el agua limpia y transparente:
La vida no está en el saberlo todo, sino en la posibilidad de no saberlo. No en la inmovilidad, sino en el tránsito. No en el ser acabado, sino en el ser que se arriesga a cambiar.
No podía romper la quietud, pero podía abrazarla. No como quien se resigna, sino como quien comprende.
Así, Iria Nova dejó de luchar. No porque se rindiera, sino porque entendió que incluso en esa eternidad detenida, mientras existiera en su mente el deseo de moverse, de transformarse, de amar, aún de algún modo... estaría viva.
Y en ese deseo, encontró su última libertad.
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