En la oficina de Servicios Generales del Edificio Nueve, todo parecía fluir con relativa normalidad. El café de la mañana nunca faltaba, los horarios eran razonables, y los compañeros mantenían una convivencia tolerable. Sin embargo, había un elemento que alteraba la armonía de forma constante: Karla.
Karla era una mujer de sonrisa permanente, voz suave y frases dulces… al menos al oído distraído. Siempre iba bien arreglada, olía a perfume caro y comenzaba sus días saludando con entusiasmo exagerado.
—¡Buenos días, chicos! ¡Un nuevo día para dar lo mejor de nosotros! —decía mientras cruzaba el área común, como si estuviera en un comercial de pastillas para el alma.
Pero detrás de cada frase, había una espina invisible.
Esa mañana, el vigilante Gregorio estaba en su cabina, revisando las cámaras como de costumbre. Karla pasó frente a él y lo miró con su sonrisa más educada.
—Ay, Gregorio… ¿cómo puedes cansarte si solo estás viendo pantallas todo el día? —comentó con una risa ligera, que parecía inofensiva, pero cargada de juicio.
Gregorio apenas levantó los hombros, sin saber qué responder. Sabía que cualquier defensa solo provocaría otra frase disfrazada de bondad. A fin de cuentas, ese era su trabajo. ¿Qué más se esperaba que hiciera? ¿Bailar frente a las cámaras?
Un par de horas después, Karla pasó por el comedor, donde Rebeca, la encargada de recibir a los visitantes y organizar los turnos para comer, tomaba un descanso. Tenía entre manos un pan redondo, dorado, de esos que venden en la panadería de la esquina.
—¿Otra vez con ese pan? —dijo Karla mientras fruncía apenas los labios, como si en lugar de pan, Rebeca tuviera algo ofensivo en la mano—. Ay no sé cómo te gusta, parece piedra. Pero bueno, cada quien...
Rebeca ya estaba acostumbrada. Le gustaba ese pan. Le sabía a casa, a infancia. Solo levantó los hombros con una sonrisa resignada.
Así era Karla. Nadie podía señalar un insulto directo. Todo lo disfrazaba de preocupación, de opinión "honesta", de "yo solo digo lo que pienso". Siempre con esa máscara de dulzura que parecía imposible de arrancar.
A la hora de la comida, se sentó junto a dos compañeras nuevas, Iliana y Teresa, que llevaban apenas un mes trabajando allí. Karla ya había comenzado a estudiar sus puntos débiles.
—Iliana, me encanta cómo te maquillas, aunque ese color de labial… mmm… te hace ver un poco cansada, ¿no crees? Pero bueno, al menos te animas a pintarte, muchas ya ni eso hacen —comentó mientras revolvía su ensalada.
Teresa tragó saliva. Sabía que la próxima sería ella.
—Y tú, Teresita, qué bueno que te estás adaptando. Aunque me dijeron que tardas mucho en registrar a los clientes, pero no te preocupes, poco a poco. Yo también era torpe al principio —y luego soltó su ya clásica risita nasal.
Cuando Karla se alejaba, las demás se miraban entre sí, buscando consuelo en las miradas. Todas sabían lo que pasaba, pero nadie se atrevía a enfrentarla. ¿Qué podían decir? Karla siempre tenía una respuesta.
—¿Yo? ¿Grosera? ¡Pero si soy la más dulce de todas! —decía cada vez que alguien se atrevía a insinuar algo. —Yo jamás le haría daño a nadie. Si digo algo es porque me importa.
Un día, llegó un nuevo jefe al área, el ingeniero Morales. A diferencia del anterior, este no se dejaba llevar por apariencias. En poco tiempo, comenzó a notar la incomodidad que surgía cuando Karla entraba en una sala. Vio los hombros tensos, las miradas bajas, los silencios incómodos.
Decidió hablar con algunos empleados por separado, en tono informal.
—¿Qué opinas del ambiente aquí? —preguntó a Gregorio.
El vigilante dudó.
—Pues… en general bien. Solo que… bueno, hay quien habla mucho y dice cosas que no siempre caen bien.
El ingeniero también habló con Rebeca, quien confesó que a veces prefería comer en su oficina para no toparse con los comentarios de Karla. Teresa, con voz baja, dijo que sentía ansiedad antes de cada almuerzo. Iliana solo dijo: “Te acostumbras”.
Una tarde, en una junta general, el ingeniero Morales decidió hablar del tema sin mencionar nombres.
—Quiero que hagamos un esfuerzo por cuidar cómo nos hablamos entre compañeros. A veces, un comentario "inocente" puede herir más de lo que parece. No se trata solo de lo que se dice, sino de cómo se dice.
Karla levantó la mano de inmediato.
—Ay ingeniero, yo soy de las que más cuidan eso. Siempre he sido amable, pregunten a quien sea. A veces soy muy directa, pero es con buena intención. Yo tengo un corazón muy noble —dijo, sonriendo al grupo.
Nadie dijo nada. Algunas miradas bajaron. Otras se desviaron.
Karla salió de esa junta como siempre, sintiéndose triunfadora. A nadie se le ocurriría señalarla con nombre y apellido. Ella se adelantaba a todo. Se vendía como buena compañera, como víctima de malentendidos.
Pero algo había cambiado.
Poco a poco, los demás comenzaron a alejarse. Dejaron de compartir con ella. Ya no respondían con sonrisas falsas a sus comentarios. Simplemente la escuchaban en silencio, le respondían lo mínimo y seguían su camino.
Incluso su famosa frase —“yo soy muy dulce”— empezó a provocar miradas entre compañeros. Era como un código silencioso que todos entendían: ahí viene otra de Karla.
El ingeniero Morales nunca la confrontó directamente. No hacía falta. Había visto que a veces el silencio, la distancia, y la falta de validación eran más efectivos que una discusión frontal.
Y Karla, aunque seguía diciendo sus frases disfrazadas, comenzó a notar algo extraño: ya no tenía público. Su teatro dulce, su falsa preocupación, ya no despertaban sonrisas ni atención. Solo un eco vacío.
Y eso, para ella, era peor que un reclamo.
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