. LOS NIÑOS AUSENTES
Hoy el parque está como muerto. Ni siquiera se escucha el trino de pajarillo alguno y las palomas se muestran esquivas y huyen al vislumbrar las figuras humanas.
Sí, hay sol, pero tiene un color desvahido, sin brillo.
No hay niños.
El tobogán se ha convertido en un ser austero pese a sus colores pretendidamente alegres y vivaces. Hoy no recibe los cuerpecitos cálidos y agitados de los niños. En el parque no hay eco de sus voces, no se oyen sus risas ni sus gritos agudos; no hay carreras por los senderos polvorientos, no persiguen a las palomas, no pisotean el césped; sus pequeñas piernecitas nerviosas e imprecisas están ausentes.
Hay un silencio opresor; los niños están ausentes.
El viento susurra secretos entre las hojas, mientras un recuerdo se desliza por la estructura metálica: una tarde de verano, gritos de alegría y carreras hacia la cima. Ahora, solo un eco lejano. El tobogán, solitario, esperaba el regreso de la infancia. Los niños, terminan las clases, y tras meses de encierro, regresan poco a poco como un torrente de vida al parque. Con cada carrera, con cada deslizamiento, el tobogán se revitaliza, comienza a brillar al sol y su cuerpo plateado refleja todos los colores del arco iris. Así nuestro tobogán, se convirtió en símbolo de libertad recuperada, alegría desbordante y capacidad de espera. Cada niño que sube, ansioso, se asoma al precipicio de su ladera. Pero el tobogán, con su superficie brillante, sabe que la verdadera diversión llega al final. Así, sonríe mientras los pequeños titubean, recordando que la paciencia es el secreto para disfrutar del desliz. Al fin, cada niño se lanza, y el tobogán lo recibe con un suave abrazo. La risa estalla, y él, satisfecho, se prepara para acoger al siguiente niño, repleto de nuevo de luz y color.
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