Selene - Cap. 01 - Relámpago sin trueno

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Era una tarde cualquiera de mayo, la clase de tarde que parece no traer nada extraordinario, solo un momento suspendido entre la rutina y la espera.


El cielo estaba despejado, un lienzo casi azul que dejaba caer sobre la ciudad una luz tibia, dorada, que acariciaba las hojas de los árboles y llenaba de sombras alargadas la calle desierta.


Un viento suave revolvía apenas las hojas y movía un poco el cabello de quienes se encontraban afuera, como si el aire guardara un secreto por revelar.

 

Enzo Fernández estaba allí, junto a la reja de la escuela primaria. Un chico de trece años, delgado y siempre prolijo, con esa mezcla de inocencia y timidez que caracteriza a quienes viven en su mundo interior, lejos del ruido ajeno.


Su camisa blanca estaba impecablemente planchada, metida con cuidado dentro de un pantalón azul marino que nunca parecía desordenado ni arrugado. Sus zapatos, limpios y brillantes, hablaban de un niño acostumbrado a la disciplina y al orden. Su cabello negro estaba peinado con una raya perfectamente definida, y sus gafas redondas, algo grandes para su rostro joven, le daban un aire intelectual y reservado.

 

Enzo no era un niño que buscara llamar la atención. De hecho, se escondía en la sombra de su propia timidez. Nunca había tenido muchos amigos, pero sí una gran pasión por los libros, las historias y el silencio. Prefería observar el mundo en calma, lejos de las risas estruendosas y los empujones de la infancia ruidosa. Era inteligente, serio y siempre correcto, un buen chico que trataba de pasar desapercibido.

 

Esa tarde, Enzo esperaba pacientemente a que su hermano pequeño saliera de clases, sin ninguna prisa, con la mirada perdida en sus propios pensamientos, como solía hacer.


De repente, algo lo hizo voltear la cabeza hacia la izquierda. No fue un ruido, ni una voz, ni una señal clara. Solo un impulso suave, como si su alma hubiera tironeado con delicadeza de sus sentidos para dirigir su atención hacia un punto fijo, hacia algo que estaba a punto de cambiar su vida.

 

Y allí estaba ella.

 

No fue un estallido ni una explosión de colores. Fue un relámpago sin trueno, una luz que descendió sin avisar, un instante robado al tiempo, una visión que parecía surgir de un sueño.

 

Ella estaba de pie junto a la reja, delgada y alta para su edad, con una elegancia natural que parecía fuera de lugar, fuera de este mundo.


Su postura era despreocupada, pero nunca descuidada. Su piel morena brillaba suavemente bajo el sol, cálida y tersa, como un lienzo suave que invitaba a ser contemplado. Su cabello negro y lacio caía sobre un lado de su rostro, cubriendo una mejilla con un misterio silencioso, dejándole solo uno de sus ojos oscuros al descubierto, profundo y luminoso como una noche de luna.

 

No llevaba uniforme. Su ropa era sencilla pero impecable, un pantalón caqui que abrazaba sus piernas con naturalidad, una blusa blanca que parecía iluminarla desde dentro, y un chaleco oscuro que envolvía su torso con delicadeza, como una segunda piel. Los zapatos bajos, limpios y discretos, golpeaban el suelo con una cadencia silenciosa que parecía marcar un ritmo propio, una melodía interior.

 

Enzo la miró sin poder mover ni un músculo.


Su mirada no era solo observación: era contemplación, un acto casi sagrado. No veía solo una niña; veía una luz distinta, un misterio envuelto en belleza y calma, algo que parecía no pertenecer a ese mundo tan ordinario. Era como si el tiempo se hubiera detenido para darle permiso de admirar sin miedo, sin interrupciones.

 

Sentía un torbellino en el pecho, una mezcla de asombro y temblor que nunca antes había experimentado. Sus pensamientos se hicieron lentos, casi inexistentes. No sabía qué hacer ni qué decir. Solo podía estar ahí, sintiendo que algo dentro de él despertaba con fuerza por primera vez.

 

Ella, en cambio, no lo miraba.


Si lo hacía, fue con la indiferencia de quien ve un rostro más entre tantos, sin asignarle importancia ni significado. Para ella, Enzo era un chico más, una sombra fugaz en la multitud.Pero para Enzo, aquel momento era un mundo nuevo, un universo donde solo existía esa figura iluminada por el sol.

La brisa levantó un mechón de su cabello, que ella no apartó con prisa, dejando que la sombra cubriera aún más su rostro, como guardando un secreto que nadie debía descubrir. Había en ella una seriedad que no era tristeza ni dureza, sino un aire de madurez adelantada, como si sus pensamientos volaran lejos, muy lejos de la escuela y de las pequeñas preocupaciones cotidianas. Había una magia sutil en su forma de estar, un aura que Enzo sintió sin poder explicar, algo que lo llamó y lo dejó paralizado.

 

Enzo sabía que no debía quedarse mirando tanto tiempo, pero no pudo apartar la vista.


Cada detalle de ella se grabó en su memoria: el color de su piel, el brillo en su mirada, la delicadeza con que sostenía su cuerpo, el suave roce del viento que acariciaba su rostro. Era como si hubiera encontrado, sin buscarlo, un tesoro escondido en medio de la rutina.

 

Los niños empezaron a salir en tropel de la escuela, sus voces y risas rompieron el silencio que hasta entonces reinaba. Enzo sintió que el encanto se rompía, pero aún así no podía moverse, como si sus pies estuvieran pegados al suelo. En ese instante, todo su mundo cambió.

 

Antes, él era solo un niño ordenado y callado. Ahora, era un niño con un secreto en el corazón, un secreto que aún no sabía nombrar pero que ya se había encendido en su interior. Un sentimiento tan nuevo como confuso, tan profundo como luminoso: la primera chispa de un amor que se prendería sin aviso.

 

Ella se alejó sin mirar atrás, y Enzo se quedó allí, temblando por dentro.  Sin saber su nombre, sin siquiera imaginar que algún día sus caminos se cruzarían una y otra vez, él guardó la imagen de esa niña como un cuadro sagrado en su mente.Porque en ese relámpago sin trueno, en ese instante suspendido, la vida de Enzo Fernández había cambiado para siempre.

 

Había conocido a su ángel de piel morena.

 


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