Selene - Cap. 02 - La luna tiene nombre

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Enzo caminó de regreso a casa como si flotara. El bullicio del barrio, los ruidos lejanos, incluso los ladridos del perro del vecino, todo parecía lejano, casi ajeno. Su cuerpo estaba presente, pero su alma se había quedado pegada a la reja de la primaria, justo en ese instante exacto en que la vio. 

 

¿La ví? Se preguntaba una y otra vez. ¿Realmente estuvo ahí? ¿O fue algún tipo de ilusión, un juego que me tendió la mente para escapar de la monotonía?

 

Esa noche, Enzo no pudo dormir. Dio vueltas entre las sábanas hasta enredarse en ellas como si fueran una telaraña que atrapaba su pensamiento. Cerraba los ojos, y lo único que lograba ver era aquel rostro, apenas revelado entre el cabello lacio que el viento movía como si danzara para él. No podía recordar cuántos segundos la contempló, pero sabía que fueron suficientes para alterar cada rincón de su pequeño mundo. Enzo no sabía mucho de amores, pero sí sabía que algo dentro de él había cambiado.

 

Pasaron los días y su rutina continuó igual, como si nada hubiese ocurrido. Iba a la escuela, cuidaba a su hermanito por las tardes, hacía su tarea con el mismo esmero, pero dentro de él se alzaba una tormenta silenciosa. Cada tarde esperaba, junto a la reja de la primaria, con la absurda esperanza de volver a verla. Pero no volvió. Una semana, luego otra, y Enzo empezó a preguntarse si acaso todo había sido una fantasía. Quizá la había imaginado. ¿Era posible que su mente hubiera creado a esa niña para acompañarlo en su soledad? Quizá su corazón hambriento de belleza y asombro había tejido una figura imposible: una niña elegante, serena, sin esfuerzo alguno. Un ángel en plena calle.

 

Y cuando ya se resignaba a la idea de que todo había sido solo un espejismo hermoso, allí estaba otra vez. Exactamente en el mismo lugar. A la salida de la escuela, con ese aire etéreo que parecía no corresponder con el caos que la rodeaba. Enzo sintió que se le cerraba el pecho. Todo volvió: el temblor en las piernas, el cosquilleo en las manos, el vértigo en el estómago. Apenas podía respirar. Quería moverse, caminar hacia ella, decirle cualquier cosa, pero algo más fuerte lo mantenía quieto, casi clavado al suelo.

 

Y entonces, algo inesperado ocurrió.

 

Un niño, apenas de unos seis años, salió disparado de entre la marea de estudiantes y corrió directo hacia ella. “¡Selene! ¡Selene!”, gritaba mientras la abrazaba con una urgencia que solo tienen los niños al final de la jornada escolar. Enzo se quedó en silencio. Ese nombre—Selene—rebotó en su mente como un eco celestial. Selene. Era perfecto. No podía ser de otra forma. Sonaba a luna, a diosa, a algo intangible. Por fin, la visión tenía un nombre.

 

Esa noche, Enzo no solo pensó en ella, sino que comenzó a soñar con ella. Ahora tenía una forma y un nombre. Ya no era solo un recuerdo nebuloso, era Selene. Empezó a escribir su nombre en los márgenes de los cuadernos, lo decía en voz baja cuando estaba solo, y lo pensaba como si fuera un conjuro. En su cabeza, la transformó en algo más: no era simplemente una niña de cabello negro y caminar despreocupado, era su luna. Y él, apenas un muchacho de trece años, era como un lobo que aúlla en silencio hacia el cielo nocturno, rogando que la luna lo escuche.

 

Pasaron más días sin verla. El mismo lugar, la misma hora, la misma espera. Nada. Pero ahora tenía una certeza: ella existía. Y eso bastaba para sostenerlo.

 

Y entonces, un milagro.

 

Una tarde cualquiera, las 13:00 horas para ser exactos, mientras Enzo esperaba a que su hermano entrara a su salón, su mundo se iluminó de nuevo. Ella estaba ahí… pero algo había cambiado. Ya no vestía ropa casual. Ahora llevaba el uniforme de la secundaria. ¡De la misma secundaria donde él estudiaba!

 

Su corazón dio un brinco, literal. Sintió cómo se le escapaba el aliento.

 

Selene, con su uniforme perfectamente planchado, caminaba con paso firme, sin titubeos. El listón de su cabello estaba perfectamente colocado, los zapatos impecables. Parecía flotar entre la multitud, como si el alboroto de la entrada no le perteneciera. Enzo la observó desde la otra acera. Nadie más parecía notarla, como si solo él pudiera verla con esos ojos que no solo miraban, sino que adoraban.

 

Desde ese momento, Enzo tuvo una nueva misión: descubrir en qué grado y salón estaba ella.

 

El primer intento fue seguirla con la mirada en la entrada de la secundaria. Pero Selene era escurridiza. Enzo no sabía cómo lo hacía, pero desaparecía entre la multitud como si tuviera un truco. Luego intentó buscarla durante el recreo. Miraba por las ventanas, salía al patio, recorría con la vista los pasillos. Nada. Era como si no existiera. Pensó incluso en que quizá solo estaba inscrita en las tardes, pero no, era evidente que ella estudiaba en el mismo turno.

 

Y cuando casi se daba por vencido… la vio.

 

Fue un martes nublado. Enzo salió de su salón durante el recreo, como lo hacía cada día con la esperanza de encontrarla. Y ahí estaba. Sentada en una banca cerca del pasillo de los salones de primer año. No hablaba con nadie, apenas hojeaba un libro que sostenía con cuidado. El cabello peinado con esmero, las calcetas bien puestas, la blusa impecable. Había algo en su forma de estar, en su quietud, que parecía resistirse al ruido del mundo. No jugaba. No gritaba. No parecía necesitar a nadie.

 

Enzo pensó en caminar hacia ella. Decirle “hola”. Preguntarle cualquier cosa, aunque fuera la hora. Pero algo se lo impidió. Un muro invisible, formado por la inseguridad, el miedo, la timidez. Apenas podía sostenerse en pie. Las piernas le temblaban, el corazón le latía tan fuerte que temía que otros lo escucharan. Así que solo la siguió con la mirada. La vio levantarse, con esa elegancia sin esfuerzo que parecía parte de su esencia, y entrar a uno de los salones de primer año.

Ahí estaba.

Selene.

Su luna.

Por primera vez, Enzo supo que lo que sentía no era un capricho, ni una ilusión. Era algo más. Era un despertar. El inicio de un viaje donde el amor y la fantasía empezaban a entrelazarse como los hilos de un sueño que, de a poco, comenzaba a tomar forma.

 


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