Selene - Cap. 03 - Tan cerca y tan lejos

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El alma de Enzo había encontrado un alimento secreto, un ritual silente que llenaba su corazón con una mezcla de ansia y asombro. Cada recreo, cada cambio de clase, significaba una nueva oportunidad para asomarse al patio de la secundaria con la esperanza de divisarla: a ella, la niña sin saberlo musa, su luna llamada Selene.

 

Desde la distancia, Enzo observaba. Con la habilidad de quien ha entrenado los ojos del alma, podía verla incluso entre la multitud. No era difícil: su andar tenía una cadencia distinta, una gracia sin intención. No corría como las otras chicas ni alzaba la voz en carcajadas adolescentes; Selene simplemente caminaba, se deslizaba como si la gravedad le perteneciera, como si cada paso fuera un secreto compartido con la tierra.

 

Las tardes, sin embargo, eran un terreno incierto. A la salida de la escuela primaria, donde ambos recogían a sus respectivos hermanos, no siempre tenía la dicha de verla. Algunas veces era su madre quien llegaba a buscar al pequeño. Una mujer alta, de sonrisa amplia y pasos seguros, que parecía dejar una estela de simpatía a su paso. Había algo encantador en ella, algo que no sorprendió a Enzo cuando descubrió que era la madre de Selene: esa misma elegancia innata, esa misma presencia que parecía encender los espacios.

 

Un día cualquiera, de esos que parecen nacer con la sola intención de entregar pequeños milagros, el hermano de Enzo salió platicando animadamente con un niño. Curioso, Enzo preguntó:

—¿De dónde conoces al niño con el que venías?

—Vamos en el mismo salón —respondió su hermano sin darle mayor importancia.

 

Y entonces la coincidencia se reveló: el hermano de Selene era compañero de salón de su propio hermano. Como si el destino, travieso y atento, hubiera decidido entretejer sus vidas por los hilos más cotidianos. Con el tiempo, también descubrió que las madres se conocían, que incluso habían compartido charlas a la entrada de la escuela primaria. La vida, en su sabiduría simple, los iba acercando.

 

A partir de entonces, no fue extraño que la madre de Selene le dedicara una sonrisa a Enzo. A veces incluso le saludaba por su nombre: —Hola, Enzo.

 

Él, sin embargo, se sentía desarmado ante esos saludos. No quería parecer nervioso, ni mucho menos evidenciar lo que sentía. Respondía con una inclinación leve de cabeza, un murmullo ahogado entre timidez y asombro. Porque si la presencia de Selene ya lo dejaba sin palabras, la idea de que su madre le dirigiera la palabra le resultaba casi irreal. Como si, de alguna manera, supiera.

 

Con el pasar de los meses, los encuentros fortuitos se volvieron costumbre. Había un tramo del camino a casa donde todos caminaban juntos: las madres conversando con naturalidad, los niños jugando o riendo, y en los extremos, como centinelas de un sueño compartido, Enzo y Selene. Tan cerca y tan lejos.

 

Hubo ocasiones en que casi se rozaban por accidente. Un codo, un hombro, una sombra que se fundía por un segundo en la del otro. Pero no hablaban. No se decían ni un solo "hola". Selene, desde la mirada de Enzo, parecía no mostrar interés alguno. Caminaba con la misma despreocupación, con la mirada puesta en el horizonte o en sus propios pensamientos. Eso lo intrigaba, pero también lo llenaba de miedo.

 

Porque Enzo no solo era un chico tímido. Era un niño que sentía demasiado, que se preguntaba demasiado, que soñaba en silencio. Cada gesto de Selene era un universo por descifrar. Y cada silencio suyo, una barrera imposible. El corazón de Enzo quería hablarle, pero su voz se quedaba atrapada en la garganta, amordazada por la duda. ¿Le gustaría hablar con él? ¿Lo habría notado alguna vez? ¿Sabía cuánto la observaba desde la distancia, cuánto la pensaba cuando la luna subía por las ventanas de su cuarto?

 

Hubo un día, especialmente largo, donde Enzo se atrevió a mirarla un poco más. Ella caminaba con su chaleco escolar cerrado hasta el cuello, sujetando su mochila con las dos manos al frente, como si se resguardara de un frío invisible. El cabello, siempre suelto y lacio, bailaba con el viento. Enzo pensó que parecía una pintura, una de esas que uno ve en los libros viejos de arte, donde los rostros no miran de frente, pero sus ojos dicen todo.

 

“Quizá sí me ha notado”, pensó. “Quizá no soy un fantasma del todo”.

 

Pero luego, Selene giraba apenas el rostro, y aunque sus ojos cruzaban con los suyos, no había nada. Ni una sonrisa, ni una señal. Solo un parpadeo, solo el silencio.

 

Y sin embargo, Enzo no se rendía. Como el lobo que le canta a la luna sin esperar respuesta, cada mirada furtiva, cada trayecto compartido aunque sin palabras, eran para él una razón para seguir. Una esperanza que no necesitaba confirmación para mantenerse viva. Porque a veces, amar no es más que admirar, que aprender de memoria los contornos de un alma que uno no entiende del todo, pero que lo transforma.

 

Las semanas siguieron su curso. Enzo se había convertido en un especialista del disimulo. Sabía perfectamente cuánto tiempo debía mirar antes de que se notara. Sabía incluso cuál era el punto exacto del patio donde mejor podía verla sin ser visto. No era acechar, era contemplar con devoción. Como se contempla un atardecer, o el fuego que baila en la estufa durante el invierno.

 

Selene seguía sin cambiar. Seguía siendo la misma figura que lo descolocaba, que lo hacía sentirse minúsculo y grande al mismo tiempo. Era difícil entender por qué. Tal vez porque Enzo ya no la veía como una niña de su edad, sino como algo más. Como una idea, como una canción que uno no puede dejar de tararear.

 

A veces, en la noche, mientras hacía la tarea o antes de dormir, escribía frases sueltas en su cuaderno. Frases que no tenían destino, más que ser leídas por él mismo. Como una carta que se escribe y se entierra. Pero en el corazón de Enzo, cada palabra era un grano de arena que ayudaba a construir el castillo de una esperanza.

 

Quizá algún día hablarían. Quizá algún día se reiría con él. Tal vez ella también lo miraba cuando él no se daba cuenta, tal vez su silencio escondía una timidez parecida, o un mundo igual de complejo. Quién sabe. El amor a esa edad no necesita muchas pruebas, solo necesita una chispa. Y en el corazón de Enzo, esa chispa ya había encendido un fuego mudo y constante.

 

Y así pasaban los días. Con la rutina del camino compartido, con las madres conversando, con los niños jugando, con Selene a su lado, a unos pasos de distancia, y con el mundo entero girando entre suspiros que nadie escuchaba.

 

Tan cerca y tan lejos.

Como la luna del lobo.

Como Selene de Enzo.

 


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