Selene - Cap. 04 - El misterio de la luna

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Selene no era una adolescente cualquiera. Había algo en su presencia que hipnotizaba, una combinación poco común de dulzura y temple, de delicadeza y fuerza interna. Era hermosa, pero no de esa belleza ruidosa que exige atención, sino de esa que se descubre en el silencio, en los detalles. Su caminar era pausado, elegante, acompasado como si siempre siguiera el ritmo secreto de una música interna. Su vestir era prolijo, impecable, siempre con una pulcritud que hablaba de una educación meticulosa, pero también de una necesidad de proteger su mundo interior.

 

En la escuela, era una alumna destacada, aunque las matemáticas no fueran lo suyo. Los números la abrumaban, le parecían fríos, secos, distantes. Pero bastaba con que una clase se acercara a las letras, a los versos o a la narrativa, para que sus ojos se iluminaran y su atención floreciera. Selene era una soñadora. Devoraba novelas, cuentos, poesía. Se perdía en las historias ajenas como quien busca comprenderse a través de los reflejos de otros mundos. Tenía cuadernos llenos de pensamientos, frases sueltas, dibujos espontáneos que hablaban más de ella que cualquier conversación.

 

Su entorno familiar era bueno, aunque no perfecto. Su madre, una mujer alta, de sonrisa amplia y de esas que nunca pasan desapercibidas, era su roca. Trabajaba, cuidaba a los niños, mantenía el hogar, pero sobre todo, procuraba estar siempre presente para Selene. No le faltaba nada, salvo una cosa: la presencia paterna. Su padre había estado ausente de muchas maneras, incluso cuando estaba físicamente. Aquella ausencia dejó en Selene una sensación constante de incompletud, una necesidad de buscar en los otros esa atención, ese acompañamiento que nunca tuvo del todo.

 

Era la hermana mayor de dos niños que la adoraban. Para ellos, Selene era una especie de heroína cotidiana. Imitaban su manera de hablar, la seguían por toda la casa, pedían su opinión como si fuera la verdad definitiva. Y aunque ella a veces se sintiera agobiada por tanta demanda, también sentía un orgullo silencioso por ese papel que el destino le había dado: ser el ejemplo, la guía, la inspiración.

 

En la escuela secundaria, sabía que había ojos que la miraban, que se detenían un instante más de lo normal cuando ella pasaba. No le desagradaba, pero tampoco se dejaba deslumbrar por ello. Había aprendido, desde muy joven, que la admiración puede ser efímera y superficial. Sin embargo, había una mirada que ella notaba distinta. No insistente, no invasiva, sino genuina, casi silenciosa. Era la de Enzo.

 

Enzo le caía bien, aunque nunca lo había dicho en voz alta. Tenía una fama bien ganada: educado, buen estudiante, discreto, respetuoso. Era el tipo de chico que cualquier madre querría para su hija. Y justo ahí estaba el problema. Su madre, de hecho, siempre hablaba muy bien de él. Desde que los hermanos pequeños coincidieron en la misma escuela y las madres comenzaron a cruzar saludos, aquella simpatía se volvió más evidente. “Ese chico Enzo se ve tan centrado, tan educado... Ojalá un día te fijes en alguien como él”, decía con frecuencia su madre.

 

Y esa frase, repetida una y otra vez, sembró en Selene una semilla de rechazo. No hacia Enzo directamente, sino hacia la idea de que su destino debía estar guiado por la aprobación materna. Había en ella una rebeldía incipiente, una necesidad de tomar sus propias decisiones, de descubrir por sí misma a quién querer, a quién admirar, con quién soñar. Su espíritu, aunque educado y comedido, era salvaje, como un mar contenido por un dique frágil. Sabía que un día rompería esa estructura y seguiría sus impulsos.

 

Y aun así, Enzo no le era indiferente. Había algo en él que le llamaba la atención. Su forma de estar en el mundo, de no querer sobresalir pero siempre destacar. Sus maneras, su discreción, su mirada. Lo había observado más de una vez en el patio de la escuela. A veces, lo encontraba mirándola a la distancia, y aunque fingía no notarlo, por dentro sentía un leve cosquilleo, una especie de electricidad que recorría su pecho y que se instalaba en sus mejillas. ¿Era posible que alguien la mirara así, sin prisa, sin juicio, sin deseos disfrazados?

 

Selene había tenido ya acercamientos de otros chicos, algunos demasiado ruidosos, otros demasiado confianzudos, otros que simplemente querían un "noviazgo" como una insignia, como un trofeo que presumir. Ninguno le había interesado realmente. Había una parte de ella que anhelaba algo distinto, algo más profundo, más honesto. Pero también tenía miedo. Miedo de entregarse, de abrir su corazón, de dejar que alguien viera sus fragilidades, sus anhelos, sus dudas.

 

Su madre, con toda su buena intención, era una figura fuerte, protectora, pero a veces excesivamente presente. Quería lo mejor para su hija, sin duda. Pero en ese afán de protegerla, a veces Selene sentía que no podía decidir por sí misma. Por eso, la sola idea de que Enzo fuera la opción "aprobada", la hacía retraerse. No porque él no le gustara, sino porque no quería sentirse guiada como una marioneta.

 

En secreto, Selene tejía pensamientos que a veces tenían que ver con Enzo, aunque nunca mencionaba su nombre. Lo llamaba simplemente "el". Era su forma de protegerse, de mantener ese misterio a salvo. En esos pensamientos corrían sus contradicciones: lo quería cerca, pero a su vez, no sabía cómo lidiar con ese deseo. Le gustaba su presencia, su calma, pero temía que al acercarse, todo cambiara, que la magia se rompiera.

Algunas tardes, cuando coincidían todos en el camino de regreso de la escuela primaria, Selene sentía esa extraña mezcla de cercanía y distancia. Ahí estaban, sus madres hablando, sus hermanos jugando, y ellos dos, a los extremos de ese pequeño grupo, como dos lunas orbitando en silencio. A veces, sus ojos se cruzaban, breves segundos que parecían eternidades. No se hablaban, ni un hola. Pero algo pasaba en ese cruce de miradas, algo que ninguno de los dos sabía poner en palabras.

 

Selene, con toda su inteligencia y su sensibilidad, comprendía que había algo especial en ese silencio compartido. Algo que no necesitaba prisa, ni confesiones apresuradas. Era un misterio, uno que no deseaba resolver tan pronto. Porque a veces, lo más bello es no saberlo todo, es dejar que la historia se construya a fuego lento, como las novelas que tanto amaba.

 

En las noches, al mirar por la ventana y ver la luna, Selene sentía una conexión inexplicable con esa luz blanca, lejana, serena. Le gustaba imaginar que alguien más, en otro lugar, también la miraba al mismo tiempo. Tal vez Enzo. Tal vez nadie. Pero esa idea la reconfortaba. Le daba paz. Y en el fondo, muy en el fondo, sabía que el misterio de la luna no era otro que el de su propio corazón.

 

Y así, Selene seguía su vida. Soñando, escribiendo, cuidando a sus hermanos. Caminando con gracia, con elegancia, con ese misterio que la envolvía como un velo de luna. Porque ella era eso: una luna que brillaba sin ruido, pero cuya luz era imposible de ignorar.

 


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