Mundo Igriega

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Católicos. Musulmanes. Budistas. Hinduistas. Judíos. Religiones organizadas por hombres, dirigidas por hombres. Las mujeres, en el mejor de los casos, son espejismos. Jesús, Mahoma, Buda, Krisna… todos ellos hombres. Dios, El Señor, Alá, siempre representado como varón, con pene y huevos. El poder celestial también es masculino y machista.

En la Tierra no cambia mucho. Los ejércitos, la política, los consejos de guerra, los bancos. Hombres. Las mujeres están, sí, pero en los márgenes. En 1980 apenas aparecían en las filas militares. ¿Y en Wall Street? En 1967 solo una mujer, Muriel Siebert, osó romper el cerco del parqué. En la universidad, los profesores eran casi todos hombres; las mujeres apenas alcanzaban un 4%. En 1965, en España, solo un 2,6% de los médicos eran mujeres. Patriarcado puro y duro.

Durante siglos se les asignó el silencio. La obediencia. Y cuando un hombre asesina a su mujer, todavía hay quienes lo justifican. Como si fuera un derecho adquirido. Incluso hoy, en algunos países, las mujeres son apedreadas en plazas públicas. O convertidas en la quinta o sexta esposa de un harén, como si fueran propiedad del macho. Como los monos, o cualquier otro animal de manada.

Y lo terrible es que este desprecio hacia lo femenino no es solo cultural, es también inconsciente. Está incrustado en la psiquis colectiva. Generación tras generación, se enseña que el hombre manda. Que lo que importa es lo que sale de los cojones. Por eso se dice “porque me sale de los huevos” o “qué huevos tiene ese tío”, como si el coraje residiera ahí, entre las piernas. Una mitología de testosterona. Grotesca. Patética.

Pero algo empieza a romperse. Despacio, sí. A trompicones. Pero se rompe. Porque las mujeres ya no se callan. No se resignan. Están en las calles, en los juzgados, en las aulas, en los laboratorios. Ya no esperan a ser invitadas: entran. Toman la palabra. Escriben la historia que durante siglos se les negó.

Y lo más poderoso: se nombran. Porque quien no se nombra, no existe. Ya no aceptan ser “la mujer de”, “la hija de”, “la puta”, “la bruja” o “la loca”. Son lo que eligen ser: científicas, artistas, políticas, madres, lesbianas, trans, solteras, pobres o poderosas. Diversas, sí, pero unidas por el hartazgo.

Algunas ya no piden permiso. Y eso incomoda. A quienes crecieron creyendo que el mundo era suyo, les molesta ver que el privilegio se desmorona. Que los huevos ya no son medalla... les revienta.

Claro que hay retrocesos. Cada paso adelante provoca un temblor. Pero la grieta está hecha. Ya no hay marcha atrás. Las niñas de hoy ven a otras que lideran, que luchan, que existen con fuerza. Y eso no se borra. Ni con leyes, ni con gritos, ni con violencia.

Este no es un lamento. Es una advertencia.

El futuro no será de los hombres ni de las mujeres. Será de quienes entiendan que la dignidad no se reparte. Que el poder no depende del sexo. Que nadie nació para servir.

Y si no lo entienden… que se preparen. Porque esta vez, el futuro viene con ovarios.

 

 

 


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