No necesitaba presentaciones. Cuando entró en la sala de juntas, su sola presencia bastó para hacer que todos los directivos se acomodaran en sus sillas como si de pronto la sala se hubiera vuelto más pequeña. El traje oscuro a medida, el reloj suizo que asomaba discretamente bajo el puño de su camisa, la mirada afilada como bisturí: todo en él gritaba éxito.
Su nombre era Darío Echeverría, un prodigio del sector tecnológico. Fundador de tres startups multimillonarias, conferencista en Silicon Valley, portada de revistas y podcasts que lo trataban como si fuera el nuevo Steve Jobs. Pero bajo ese brillo de logros y frases inspiradoras se escondía un ego que no conocía límites.
La empresa que lo había convocado era una de las más grandes del país en soluciones digitales: Nexora. Su consejo directivo, preocupado por el estancamiento financiero de los últimos trimestres, decidió traer a Darío como asesor externo. Lo presentaron con bombos y platillos ante el equipo ejecutivo.
—Queremos que nos ayudes a transformar Nexora —dijo el director general durante la bienvenida—. Estamos listos para escuchar tus recomendaciones.
Darío sonrió apenas, como si supiera que ese momento llegaría desde hacía años.
La primera reunión de trabajo comenzó con un análisis detallado de las operaciones. Él llegó con una carpeta repleta de gráficas, ratios de productividad y esquemas de flujo de trabajo. No había pasado ni media hora cuando soltó su primera gran idea.
—Aquí hay un exceso de personal administrativo —dijo sin rodeos, apuntando al área de Recursos Humanos—. Según mis cálculos, pueden eliminarse dos de cada diez empleados sin que se vea afectada la operación.
El silencio fue inmediato, como un golpe seco en la mesa. Los presentes intercambiaron miradas nerviosas. Nadie se atrevió a contradecirlo… todavía.
—¿Y en qué te basas? —preguntó con cautela la jefa de operaciones.
—En eficiencia —respondió Darío—. Me especializo en rendimiento. Si hay una silla vacía que no produce, esa silla está drenando dinero. Esta empresa está sobrada de gente. Muchos se esconden detrás del volumen de trabajo, pero en realidad no aportan nada.
Al día siguiente, envió un informe con otras recomendaciones: eliminar los bonos por puntualidad, cancelar los días de home office, exigir metas mensuales más agresivas y hacer auditorías internas de desempeño cada quince días.
Todas sus sugerencias iban contra el mismo blanco: las personas.
—La única manera de avanzar —decía— es dejar de tratar a los empleados como si fueran de cristal.
Algunos miembros del consejo lo defendieron. Argumentaban que la compañía necesitaba un sacudida. Otros empezaron a expresar reservas. El ambiente se tensó, pero Darío se mantuvo impasible. En su mente, él no estaba ahí para caerle bien a nadie. Estaba para "salvar" a Nexora, aunque tuviera que dinamitarla desde adentro.
Semanas después, la implementación de sus ideas comenzó. Se despidieron a más de cien personas. El área de bienestar laboral fue desmantelada. El clima en la empresa se volvió denso, gris, como una tormenta perpetua. Algunos trabajadores comenzaron a renunciar voluntariamente. Los pasillos antes animados parecían ahora pasillos de hospital.
Pero Darío solo veía números.
—Los índices de rendimiento han subido un 12% —informó una mañana al comité—. La gente trabaja más cuando sabe que puede perder su lugar.
No todos compartían su entusiasmo. La jefa de Recursos Humanos, Lucía Armendáriz, pidió una reunión a puerta cerrada con el director general.
—Nos estamos deshumanizando —le dijo con firmeza—. La gente tiene miedo, está enferma, y si seguimos así vamos a perder más talento del que ganamos.
El director, atrapado entre la presión del consejo y el aura de infalibilidad de Darío, solo atinó a decir:
—Es un mal necesario.
La frase llegó a oídos de Darío. Lejos de molestarle, la tomó como un cumplido.
Pero no todo iba bien.
Una mañana, un grupo de empleados presentó una carta con más de 200 firmas, solicitando la salida de Darío como asesor. Se filtró a la prensa interna. La historia llegó a redes sociales, y pronto la reputación de Nexora empezó a tambalearse. Artículos, hilos de Twitter, publicaciones de ex empleados denunciando maltrato y condiciones de presión extrema.
Por primera vez en su carrera, Darío enfrentó algo que no podía controlar con planillas de Excel: la opinión pública.
—No vinieron a mí por mi humanidad —dijo en una entrevista de radio, intentando defenderse—. Me llamaron por mis resultados. El problema es que ahora todos quieren ser mimados en lugar de trabajar.
Pero esta vez, su arrogancia no surtió efecto.
Las acciones de Nexora cayeron. Dos clientes importantes se retiraron alegando "problemas éticos con la dirección". El consejo directivo se dividió. Finalmente, tras una votación interna, se le pidió a Darío que finalizara su asesoría de forma anticipada.
—No entienden lo que perdieron —fue su único comentario antes de salir de la sala de juntas por última vez.
Regresó a su mundo de tecnología y conferencias, pero ya no con el mismo brillo. Algunos inversores comenzaron a dudar de él. Su nombre ya no era sinónimo de visión, sino de frialdad.
Un año después, Nexora recuperó el rumbo. Recontrataron a parte del personal, reestructuraron los procesos con un enfoque más humano y designaron a Lucía Armendáriz como nueva directora general.
Darío, por su parte, publicó un libro titulado "El Precio del Éxito", donde justificaba su visión como "una medicina amarga que pocos están dispuestos a tragar".
Pero en el fondo, aunque nunca lo admitiría, algo dentro de él había cambiado. Quizás fue el silencio de aquella última sala, o la mirada vacía de una secretaria despedida sin explicación. Tal vez era solo la soledad que se instala en los hombres que creen que no necesitan a nadie.
Porque al final, no fue la falta de resultados lo que lo derribó.
Fue su desprecio por lo más esencial: las personas.
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