Brenda leyó la primera palabra, que era una duda, una vacilación indescriptible... Sostenía el libro con las dos manos. Aun habiéndole soplado la fina capa de polvo de la cubierta y del lomo, sus dedos notaban los diminutos granos grisáceos al mover levemente las yemas de sus delicados dedos femeninos sobre la piel magenta del tomito.
¿Qué era lo que le provocaba aquel chispazo interior desde que leyó el título del libro, La isla de los recuerdos recordados, y el remolino intenso que, como las olas en la orilla de una playa, iba y venía constante, pausado, como los besos de los enamorados, uno tras otro, sintiendo la piel, la textura, los pliegues, el aroma, el sabor de la otra boca similar a la suya?
«Soy lo que eres. Somos dos fuegos estelares, como cometas errantes gemelas que siguen un curso paralelo, girando en torno al misterio del universo oscuro, iluminando las soledades de la separación, alentando sueños, escribiendo con polvo de alas de mariposa y pétalos de rosa el jardín perpetuo que no deja de florecer, allí donde se funden el ocaso con el nuevo amanecer, manantial que canta a una eterna primavera. ¡Ah, diosa hechicera, al fin nos encontramos!
Podía palpar las voces y tocar los colores, oír a qué sabe el dulce azúcar de los tiempos, volar como una golondrina de humo, respirar el silbato profundo de las locomotoras, esperar a su amado con el rubor de amapola de sus mejillas.
Brenda apretó en su pecho el libro y aspiró intensamente el olor del perfume de la vida.
(para Alba)
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