El hombre de los ojos azules. Cuento para adultos.

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1987

        Laura nunca había sido feliz. A sus casi treinta años vivía sola, trabajaba en una biblioteca y llevaba gafas. El único hombre con el que había estado la dejó por otra chica más divertida, y ahora solo se hablaba con un vecino de cincuenta años por necesidad. 

      El diagnóstico llegó hace dos semanas. No era una enfermedad incurable ni nada parecido, pero sí un contratiempo que requería un tratamiento severo y, porque no decirlo, humillante.

       Por suerte, si es que se puede hablar de suerte, su vecino era enfermero y eso le ahorraba tener que desplazarse al centro de salud cada dos días.

"Hoy es miércoles" pensó Laura al despertar mientras notaba un nudo en la boca del estómago. En veinte minutos Luis, su vecino, estaría allí. Sorprendida de encontrar algo de autoestima en sí misma, se levantó de la cama, se lavó la cara y se echó unas gotas de perfume. Por lo menos el lunes no sabía lo que la esperaba pero hoy sí.

Y solo pensar en ello era insoportable.

     Laura se tumbó en la cama boca abajo y torpemente, temblando, se bajó los pantalones arrugados del pijama dejando su trasero al aire. La aguja era enorme y olía a alcohol. Apretó los dientes, cerró los puños y relajó la nalga. Gritó cuando la pincharón... y no pudo evitar las lágrimas cuando el escozor bajó del glúteo a la pierna paralizándola.

- Vuelvo el viernes. - dijo su vecino poniendo cara triste.

- Gracias. - murmuró la mujer, controlándose para no insultar a quién solo trataba de ayudar.

    Una hora más tarde fue al supermercado, llenó la cesta con lo imprescindible, y fue hacia la caja. Alguién esperaba pero no parecía estar en la cola, así que pasó.

- Oye listilla, no te cueles que estaba yo. - dijo una mujer de su misma edad. A su lado, un hombre bien parecido y atlético la besó en los labios.

- Perdona, pensaba... - respondió Laura mirando alternativamente a la pareja.

- A la cola. - insistió la mujer sin piedad.

    Laura se retiró. Durante un instante, indignada, pensó en dejarlo todo e ir a otro lugar. Pero le dolía la pierna. Así que, cojeando levemente, se puso a la cola y trató de no pensar en nada, ya que si pensaba, si intentaba luchar, no podría contener las lágrimas.

      Fuera, un hombre educado y apuesto, con unos ojos azules que atrapaban, le ayudó a llevar las bolsas hasta su casa. Tenía una voz bonita y Laura le escuchó con atención.

1905

      La doncella estaba en el lugar y momento equivocados. Marta trabajaba en el palacete junto a tres chicas manteniendo el lugar limpio. Una cuarta doncella, Lucía, tres años mayor, daba las órdenes. Lucía era guapa y atraía miradas, se rumoreaba que se acostaba con el jardinero y era la favorita de la dueña, Doña Emilia.

"¿Qué puedo hacer? Me castigarán y me despedirán y no podré trabajar en ningún sitio."

Un hombre apuesto, forastero para más señas, la miró.

Marta devolvió la mirada y poco después comenzaron a conversar.

Aquella noche, en cama, sonrió. La vida después de todo no era tan injusta... al menos con ella.

1987

      Laura tenía unos días para pensárselo. El viernes por la mañana, mientras su vecino le ponía la inyección repitiendo zona, mientras el dolor se agarraba a su cuerpo, mientras la orina se escapaba mojando para siempre su dignidad. Con las mejillas encendidas y las lágrimas anegando sus ojos... se rindió y tomó una decisión. Lo que iba a hacer no era ético, pero la vida era así, caprichosa, injusta. Vida en manos de un dios errático escrito con minúsculas.

 

1905

    A la mañana siguiente, el servicio y algunos curiosos se congregaron alrededor de un árbol al que el jardinero, desnudo de cintura para arriba, se abrazaba sujeto por la muñeca con gruesas cuerdas.

       Don Julián, el dueño, sujetando el látigo que usaban con la caballería, se alejó unos pasos, hizo silbar el instrumento de castigo y descargó el primer azote en la espalda del desdichado chico que, retorciéndose, a duras penas pudo evitar gritar.

    Marta observó la escena con complacencia. Aquel tipo estaba de buen ver, pero había elegido mal, y ahora la fortuna sonreía a otros.

    Lucía miraba la escena con horror y sentimientos encontrados, por un lado sufría por su amante, por otro aguardaba con miedo sospechando que en un rato, sería ella la receptora del látigo.

   Marta observó a un hombre de ojos azules, testigo del castigo, y sonrió. Ahora podría tener lo que deseaba, el puesto de Lucía y el aprecio de Doña Emilia. Lo del jardinero era una pena, esa espalda ancha, esos músculos... bueno, a lo mejor se quedaba y se lo pasaban bien.  Y si no ya se buscaría a otro con quien aliviar sus deseos carnales.

     Don Julián, cuando terminó con el hombre, miró a la sirvienta.

     Doña Emilia intervino de manera inesperada.

- Esposo, Lucía será despedida. Quizás ese castigo sea suficiente.

- Esposa, tenéis razón, el látigo es quizá demasiado, pero no podemos dejarla sin más.

- Esta bien, Marta, reune al servicio en el salón y encargate de que Lucía reciba diez golpes de vara en el culo. - dijo Doña Emilia.

Marta respondió con orgullo a la invitación y miró una vez más al forastero de ojos azules.

Este le sonrió.

Solo que la sonrisa no era humana.

1987

- Y bien, ¿qué has decidido?

Laura tragó saliva y guardó silencio durante unos segundos. Luego, con valentía, habló.

- Gracias por su propuesta. Sin duda alguna esa pareja del super merece un golpe de mala fortuna, pero, pero si... si, para que yo no sufra, otro debe sufrir, entonces no.

     El hombre de los ojos azules pareció genuinamente sorprendido. Aun así, tomo la palabra con un tono dulce pero realista.

- ¡Vaya!, esto significa que mañana volverás a enfrentarte al dolor.

Laura tragó saliva, luchó contra una parte de si misma, pero no añadió nada más.

     El hombre de los ojos azules pareció contrariado, enfadado. Sin embargo mantuvo los modales y se despidió cortes.

- Adios.

El domingo, a la hora de siempre, Laura se bajó los pantalones y se tumbó boca abajo sobre la cama. 

Había dejado la puerta abierta.

El olor a alcohol anunció el momento.

Se preparó para llorar.

Notó el picotazo pero después, en dos segundos, todo acabó.

     Volvió la cabeza para pedir explicaciones a su vecino, pero se encontró con un rostro nuevo.

Inmediatamente, consciente de su desnudez, se subió los pantalones.

- ¿Te encuentras bien? - dijo una voz de otro tiempo.

Laura, todavía con el rubor en sus mejillas, le miró hechizada.

- Estás curada. - susurró la voz.

Y Laura sintió que la enfermedad desaparecía.

 

1914

     La puerta de la celda se abrió y alguien ató las manos de la prisionera con un cordel.

El capellán dijo unas palabras.

   Luego, la rea fue conducida al patíbulo, una cuerda, más gruesa, alrededor del cuello.

Unas palabras, un momento de terror, y la nada.

El verdugo tomó una pluma y anotó el nombre de la mujer.

Un testigo de ojos azules y sonrisa de hiena echó un ojo al cuaderno.

- ¿Me he equivocado? - preguntó el verdugo.

- No, es correcto, se llamaba Marta.

 


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