EL AMOR SÍ TIENE FRONTERAS

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Me llamo Héctor y soy un joven de Barcelona que aspira a ejercer el periodismo de investigación, pero mientras tanto para seguir maneniendo mi independencia económica me dedico a diversos trabajos temporales; uno de los cuales es el de hacer de guía turístico a los muchos extranjeros que vienen durante los veranos a visitar mi ciudad.

Mas casualmente en una de estas excursiones que realicé con un grupo de japoneses que andaban ansiosos por conocer de cerca la obra arqutectónica de Antonio Gaudi, entablé una bonita amistad con una muchacha de Tokio llamada Kioto. Se trataba de una tan bella como exótica dama quien enseguida me cautivó su delicadeza y esmerada eduación en el trato; y sobre todo el interés que demostraba hacia mi persona que estaba en contradicción con el radical individualismo y una desconfianza social que se respiraba en mi lugar de origen. Como es de imaginar,aquella incipiente amistad no tardó en tranfomarse en un amor apasionado, y sin reserva alguna; éramos una pareja que sincronizábamos tan bien que daba la sensación de que el destino estaba de nuestra parte, por lo que esto me hacia pensar que tal vez yo estuviese soñando. Íbamos al cine a ver buenas películas, la llevaba a los sitos más emblemáticos de la Ciudad Condal, y cuando podía la invitaba a probar la tipica cocina catalana. Y por supuesto nos acostábamos juntos en mi pequeño apartamento con regularidad donde gocé de una exquisita feminidad erótica como nunca me había llegado a imaginar.

Nuestra confianza había llegado a tal alto nivel, que cuando las vacaciones estaban a punto de terminar, Kioto me propuso de ir a su país con el objeto de conocer a su familia y a la vez invitarme a la boda de su hermano que se iba a celebrar en breve, y yo acepté encantado dicha invitación.

Así que cuando se terminó mi trabajo turístico, con el dinero que tenía ahorrado tomé el avión y me dirigí al país del sol naciente en busca de mi amada. Sin embargo las cosas no sucedieron como yo hubiese deseado. Ciertamente Kioto me recibió con su habitual cordialidad, pero cuando ella me presentó a sus allegados, aunque se mostraron corteses conmigo advertí en su actitud una frialdad, un distanciamiento que me incomodaba grandemente; por otro lado Kioto aún diciendo que me quería, se había integrado por completo en la tradición de su familia que no permitía que las mujeres expresaran libremente sus sentimientos con espontanedad, ya que en aquella ancestral cultura ésto se consideraba que era una señal de mala educación y las mujeres desde un punto de vista moral tenían que demostrar una sumisión a las costumbres impuestas por la sociedad, la famlia y en el varon. Yo intentaba por todos los medios de ver a solas a Kioto para que que tuviésemos un espacio de intimidad; para hablar sobre nosotros, pero por lo visto esto allí era imposible. Uno siempre tenía que estar frente a la familia de la chica para demostrar su buena voluntad.

Lo curioso del caso era que cuando podía y le reclamaba a ella que tuviésemos este espacio de intimidad, Kioto que en Barcelona se había mostrado tan receptiva y tan complaciente, en su tierra natal se incomodaba por mis suplicas.y rehusaba mi requerimiento.  Era evidente  nuestras culturas habían chocado irremisiblemente. Yo me movía de acuerdo con mi libre estilo de vida occidental y Kioto se dejaba llevar por las conveniencias sociales de su familia para quienes las necesidades personales de un sujeto cuentan muy poco; lo que me llevó a pensar que las mujeres son más convencionales de lo que aparentan. ¿Cómo podía ser que una nación tan rica y adelantada a nivel tecnológico fuera al mismo tiempo  tan rancia en sus tradiciones? Pues era evidente que el ser humano de un modo racional científica y tecnológicamente puede ser muy avanzado, pero  emocionalmente deja mucho que desear. Se puede decir que yo en el hogar de Kioto no dejaba de ser un extranjero, un intruso casi. Y lo triste de la situación era que Kioto sufría por nuestra relación. Yo advertía que ella anímicamente tenía la necesidad de estar conmigo a solas, pero la educación recibida en su medio ambiente la retenía sin piedad. 

Lo malo del asunto no eran las costumbres en sí de un lugar, sino la rigidez de las mismas que hacen de coraza e impiden que las relaciones humanas fluyan con naturalidad.

En la boda del hermano de Kioto en la que me sentí muy mal, durante el banquete la madre de la chica, que era una mujer delgada, de mediana estatura y de mirada severa me preguntó:

- Y bien jóven.¿A qué dice que se dedica usted en España?

- Voy a ser periodista de investigación. Pero por el momento hago trabajos temporales para ganarme la vida - le respondí.

- Esto es un porvenir incierto para mi hija. Ya sabemos que en su país el mundo laboral anda muy mal - dijo ella. 

Mi estómago dio un vuelco. De repente sentí vergüenza de mi rincón del mundo.

- Usted no es solvente para mantener una familia.. Aquí el hombre entra en una empresa y trabaja sin cesar todo el día sin miedo a quedarse sin empleo - expresó la madre de Kioto con franqueza-. Mi hija se casará con un amigo de la familia que tiene una excelente posición laboral. Es mejor que regrese usted a España y se olvide dw Kioto. Además mi familia no simpatiza con los occidentales. Fueron los americanos quienes arrojaron las bombas atómcas en Hirrrosima y Nagasaky.

-¡Pero señora, los europeos no tuvimos nada que ver con aquello! - protesté yo-. Y siempre hemos criticado con horror aquel ataque.

- Sí. Pero Europa ha sido una aliada durate mucho tiempo de América. 

-¡Pero Kiioto y yo nos amamos! - exclamé yo.

- Ya veo. Pero volviendo a lo de antes. ¿Qué pasará con usted y Kioto si no encuentra un trabajo como es debido? Su matrimonio será un sonado fracaso, y por lo tanto una vergüenza para nuestra familia.

Kioto no se rebeló contra su familia, por lo que nuestra relación se fue a pique; y yo no tuve más remedio que regresar a España con la cola entre las patas.

Lo dicho. Mientras la rigidez de una tradición se imponga sobre la manera de ser natural de la persona, en el amor siempre habrá fronteras insalvables; y la igualdad humana de la que tanto se habla es una quimera política que se desdice de la realidad.

                                                                  FRANCISCO MIRALLEX PÉREZ


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