—¿Nada? —El inspector Carrasco se incorporó, el móvil en la mano. Nunca usaba pinganillos ni cacharros de última generación. Tenso como una cuerda de trapecista, se comunicaba con el oficial desplegado en el campo.
—Nada, jefe. Llevamos más de dos horas. Ni rastro. Solo dos vehículos coincidían con la descripción.
—¿Y?
—Uno de un minusválido. Todo en orden. Metimos a los perros, lo tuvimos parado casi diez minutos. El conductor era el sobrino del hombre que iba atrás. No tenía buenas pintas, pero...
—¿Y el otro?
—Una puta kindergarten, jefe.
—¿Qué cojones dices, Montero?
—Una guardería. Una familia numerosa. Cinco críos pequeños, todos seguidos. La mujer y el marido tensos porque llegaban tarde a un bautizo. Iban arreglados, los niños gritando, peleándose... alguno dormido incluso.
—¿Metiste a los perros?
—Jefe, por favor... ¿Quieres que les atrofie el hocico de por vida? Ya puedes imaginarte cómo olía ese circo.
—Me cago en su puta madre.
Carrasco dio un golpe seco sobre la mesa, poniendo fin a la conversación. Dani Montero no supo si debían seguir apostados en aquella rotonda de mala muerte. Ni loco volvía a llamar al jefe para preguntárselo.
Jorge Carrasco no era un inspector al uso. Se guiaba, ante todo, por el instinto. Y solo en un segundo, y lejano lugar, por la lógica que pudieran sugerir los hechos.
El chivatazo parecía sólido. Él lo sentía así. Le daba veracidad, aunque no sería la primera vez que se estrellara contra un hueso duro. A base de fracasos y palos había aprendido a fiarse de su olfato.
Ahora, rondando los cincuenta, sabía más por perro viejo que por diablo.
Pero esta película no le cuadraba. No encajaba ni a martillazos.
Y cuando las cosas eran así —un puzle torcido desde el primer vistazo— Carrasco optaba por dejarse llevar. A la deriva. Sabía que se trataba de aguantar: seguir respirando, seguir pestañeando, seguir estando.
Tarde o temprano, la marea traería algo. Un indicio, una señal, una prueba, o tal vez solo una metáfora.
Pero bastaría.
Su instinto de depredador haría el resto. Lo captaría, lo moldearía, lo haría encajar, aunque fuera por la fuerza. Y al final, como siempre, acabaría llevándolo a alguna parte. Por inverosímil que pareciera.
De repente, Laura entró en el despacho.
—Joder, jefe, ¿aún aquí? Y fumando como un carretero... ¿No sabes que está prohibido?
—Ramírez, no es momento de tocar los cojones... Además, si algo debería estar prohibido son tus escotes, bombón.
La complicidad entre ambos daba margen para ese tipo de bromas.
—¿Qué pasa? ¿Aún sin noticias del furgón? —preguntó Laura, con auténtico interés. Quería ayudar. O tal vez solo darle espacio para que se desahogara.
Carrasco era un héroe a su manera. Y, en otro tiempo, también fue su amante fugaz, durante una noche de celebración, hace ya un par de años.
Un simple escarceo, una chispa breve, pero la tensión entre ellos nunca terminó de apagarse. No volvieron a cruzar la línea, pero sabían que estaba ahí.
—Los tenía, Ramírez. Vaya que sí. Esto me está empezando a joder. He estado tan cerca... y no he sabido verlos.
—Anda, vamos a tomar algo. El aire te va a venir bien.
Carrasco relajó por fin el gesto. Y, como era habitual con Laura, aprovechó para soltar alguna de las suyas, con esa ironía que a él tanto le divertía y que ella toleraba mejor que nadie:
—Sí, Ramírez. Eres la leche. Siempre con esos modelitos... Me incitas a tomar aire cuando en mi cabeza eso significa otra cosa. Y luego, nada de nada. Si no tuvieras placa, pasarías por otra cosa. Pero al final te rozas menos que una monja. Ya te vale.
Las carcajadas resonaron en el despacho por primera vez en todo el domingo.
—Jefe, a veces conviene aparentar una cosa... y que nadie sospeche cuál es tu verdadero propósito. Ir de mala puede ser una coraza —respondió ella, ya más seria.
La expresión de Carrasco cambió en seco. Algo en su mirada hizo que Ramírez se quedara sin saber si había metido la pata o si, en realidad, acababa de decir algo que había encajado demasiado bien.
—¡Eso es! ¿Una kindergarten? ¡Y un carajo! —exclamó él de repente, como si acabara de hacer clic en algo—. Si es que te tengo que querer, Ramírez... y no es solo por tus escotes, querida —añadió, mientras le daba dos besos, uno en cada mejilla.
El depredador lo había vuelto a hacer.
Su instinto se encendió como un faro, y de pronto todas las piezas encajaron.
Una idea tan loca como inverosímil. De esas que hasta el sabueso más curtido de la comisaría habría pasado por alto.
Pero no Carrasco.
Había pasado la tarde en su despacho, a la deriva, dejando que la marea hiciera su trabajo. Y al final, fue Ramírez quien llegó con la corriente: su escote, el feeling entre ellos, esa complicidad medio en broma, medio en serio… Bastó una conversación trivial —una más de las suyas— para abrirle los ojos.
La carga estaba en la dichosa furgoneta.
En la puta kindergarden.
En la familia numerosa.
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