LOS PIOJOS
—Míster... —la voz resonó como un eco en el pasillo pobremente iluminado del refugio.
Rowan miró al hombre. La gabardina se entreabrió. Abrió el paquetito y dejó ver el producto.
Rowan echó un vistazo.
—Prefiero carne.
—Eso es imposible, míster: nadie tiene carne en ningún sitio desde que comenzó la guerra...
—No me gusta el tofu.
—... y si la hubiera, no podría pagarla.
El hombre cerró la gabardina. Logan sintió el empellón y se tambaleó. Aparecieron como un rayo: un hombre y una mujer jóvenes zancadillearon y tiraron al suelo al estraperlista, que emitió una sonora queja. El hombre se arrojó sobre el contrabandista y le arrancó el paquete, que le lanzó a su acompañante.
—¡Vamos, Morcheeba, corre! —Tenía sujeto al otro con la rodilla sobre el pecho. La mujer sólo era ya una sombra diminuta, pasillo adelante, en dirección al punto gris que iluminaba la luna del otoño, allí donde las bengalas trataban de hacer visibles los cohetes enemigos que rasgaban las entrañas de la noche. El contrabandista se revolvió contra su agresor y le hizo caer a un lado. Sus ojos inyectados en sangre estaban fijos en el otro. El primer puñetazo le alcanzó la mandíbula; el otro puño se hundió en las costillas. Era más robusto que el chico.
Rowan juntó los brazos, que se desplazaron hacia la derecha y hacia lo alto, por encima de sus hombros. El golpe fue preciso, como un martillo pilón. La cabeza del estraperlista se desplazó y se escuchó un crack cuando chocó contra la desgastada superficie sucia del suelo. El otro hombre se liberó de las piernas que le habían apresado. Miró a Rowan con fijeza, pestañeando; comenzaba a recuperar el aliento y un reguero de saliva caía por el labio inferior.
Se levantó con dificultad y se alejó apretando con una mano el dolorido estómago. Antes de huir por el hueco gris de la salida del refugio se volvió, tratando de dar sentido a la insensatez; de hallar la verdad en los contrastes y los equívocos.
Cuando Rowan salió al exterior, las sirenas volvieron a ulular como la garganta de un lobo en una colina solitaria. Un halo blanquecino con olor a tela quemada, a plástico fundido y a yeso polvoriento inundó sus fosas nasales. Recordó las estrofas de un cantante callejero: «Las pulgas se alimentan de la sangre; los piojos son los parientes pobres de la carne.»
Era otra noche sin luna en la ciudad asediada.
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