El Chef y su Postre

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El restaurante Éxtasis estaba casi vacío cuando Laura cruzó sus puertas. Había reservado la mesa del rincón, la más privada, donde la luz de las velas dibujaba sombras sensuales sobre los manteles blancos. Llevaba un vestido rojo ceñido que sabía que realzaba sus curvas, y tacones que hacían eco en el suelo de mármol con cada paso.  

—Buenas noches, señora Vázquez —el maître le sonrió—. El chef ha preparado algo especial para usted.  

Laura alzó una ceja. No recordaba haber dado su apellido al reservar.  

El primer plato llegó en una copa de cristal: ostras frescas con espuma de caviar y... algo más. Al probarlas, un escalofrío recorrió su espina dorsal.  

—¿Qué lleva esto? —preguntó, sintiendo cómo el calor se extendía por su vientre.  

—Afrodisíacos naturales —respondió una voz grave detrás de ella—. Aunque usted es el ingrediente más excitante de la noche.  

Al girarse, se encontró con él. El chef Adrián Mora, de brazos tatuados y ojos verdes que devoraban su escote.  

El segundo plato fue servido personalmente por Adrián: higos caramelizados con queso de cabra y miel, acompañados de sus dedos rozando intencionalmente su labio inferior al ofrecerle cada bocado.  

—Debo probar cada elemento antes de servirlo —murmuró, limpiando un hilo de miel que escapó de su boca con el pulgar—. Estrictamente profesional.  

Laura no pudo contener un gemido cuando chupó su dedo con languidez.  

El tercer plato fue una obscenidad: un chocolate negro derretido que Adrián vertió lentamente sobre fresas y luego sobre el hueco de su clavícula, limpiándolo con la lengua en largas lamidas que la hicieron cruzar las piernas.  

—El postre se sirve en la cocina —susurró él al oído, mordiendo el lóbulo—. Solo para invitados especiales.

El calor de los fogones era nada comparado con el que ardía entre sus piernas. Adrián la sentó sobre la mesa de acero inoxidable, apartando utensilios con un brazo mientras el otro la desnudaba.  

—Quiero probarte —gruñó, arrancando su tanga con los dientes—. Cada centímetro.  

Su boca fue un incendio: primero en sus pechos, mordisqueando los pezones hasta hacerla arquearse; luego descendiendo por su abdomen mientras sus dedos la abrían, preparándola para su lengua.  

—Dios, qué dulce eres —murmuró contra su sexo, haciendo vibrar cada sílaba—. Más que mis postres.  

Laura gritó cuando esa lengua experta encontró su clítoris, dibujando círculos precisos como si midiera ingredientes. Sus manos se aferraron a su pelo, empujándolo más contra ella mientras las caderas perdían el ritmo.  

—No, no aún —la apartó, dejándola al borde—. El plato fuerte viene ahora.  

Adrián la giró boca abajo sobre la mesa, levantándole las caderas. El sonido de su cremallera fue el preludio de algo más grueso, más caliente que su lengua.  

—Mira cómo entras en mí —ordenó, guiando su mano hacia atrás para que sintiera su empuje inicial—. Toda.  

El grito de Laura rebotó en las paredes de acero cuando la llenó de un solo movimiento. Adrián cocinaba como hacía el amor: con precisión brutal, cada embestida calculada para rozar ese punto que la volvía loca.  

—Esta es mi salsa secreta —jadeó, sacándola casi por completo antes de volver a clavarse—. ¿Te gusta?  

Laura respondió con un chorro de placer que mojó sus muslos y la mesa. Adrián maldijo, acelerando el ritmo hasta que sus propios gruñidos se mezclaron con los de ella.  

—Dentro —suplicó Laura—. Quiero tu...  

El orgasmo los envolvió en un éxtasis pegajoso: chocolate fundido mezclado con el sudor de sus cuerpos, las marcas de sus dedos grabadas en las caderas de Laura y su semilla goteando entre sus muslos.  

En la madrugada, Laura despertó en la cama de Adrián (arriba del restaurante), con su lengua limpiando restos de crema batida de su ombligo.  

—Vuelve mañana —susurró él—. Te mostraré cómo se prepara el soufflé.

Y cuando sus dientes cerraron sobre su muslo interno, Laura supo que este menú tendría muchos repetidores.


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