Bajo el sol de la mañana

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El sol ardía en el horizonte, derritiendo los sueños de un verano eterno. Las calles, desiertas y polvorientas, parecían un desierto en llamas. Ana, con su sombrero de ala ancha, buscaba refugio bajo la sombra de un viejo árbol, cuando de repente, un susurro la hizo detenerse. «No estás sola en este calor.......»

Ana se sobresaltó. Él estaba apoyado en la parte de detrás del ancho plátano cuya benefactora sombra se extendía por todo su diámetro, y exhibía una sonrisa transparente. Pareció divertirle la situación. El iris claro de sus ojos tranquilizó a Ana —los ojos, espejo del alma— que, a su vez, dijo risueña:

«Ana». El inspeccionó las facciones de ella, el suave mentón, los pómulos rosados, los mechones marrón claro... Ana se quitó el sombrero un momento. Su larga cabellera castaña cayó sobre la blusa blanca y la sacudió al aire tibio. Se quitó las gafas de sol. Sus ojos marrones también examinaron el rostro varonil. Comenzó a abanicarse con el sombrero.
«No hay paseantes», dijo él.
«Todo el mundo está vreguguafo en casa, con los ventiladores y el aire acondicionado», respondió Ana.

Buscó en el bolso de tela color marfil. El hombre adivinó.

—¿Quieres beber? —movió la botella de plástico cubierta de una pátina blanquecina por la condensación— Está sin abrir...

Ana volvió a cakarse el sombrero, dejó sobre las ocres hojas caídas sus gafas oscuras y extendió la mano. Al coger la botella de agua rozó los dedos de él; fue un efecto profundo... aquel microsegundo..., un fulgor en sus propias yemas de los dedos..., un despertar interior...

—Gracias —Abrió el tapón azul, que quedó prendido del borde. Bebió un largo trago. Luego se percató y se echó a reír—. ¡Ayy..., perdona; te voy a dejar sin agua, ja,ja,ja.

El hombre, risueño, adujo:

—Hay para los dos —tomó el botellín y sorbió un par de veces. «¿No se conocían de nada?», pensó Ana. «Me resulta tan... familiar», se dijo él. De pronto se dio cuenta de su falta de cordialidad—. Soy Federico..., disculpa. Creo que nunca te vi por aquí...
—Me he mudado. Me han trasladado desde Madrid...
—A esta ciudad de provincias —dijo Federico alegremente.
Ana se echó a reír. Por la otra parte del jardín aparecieron los primeros visitantes: una mujer gruesa, abanicándose con una mano enérgica; la otra sujeta a un señor calvo y delgado que sujetaba con una correa larga a un caniche marrón.
 —Pronto va a hacer demasiado calor.
—Es cierto —repuso Ana—. ¿Vives cerca? Yo allí —señaló un edificio de tres plantas, con balcones adornados con maceteros llenos de flores multicolores.
—Una manzana de casas más abajo, en la calle Reyes Católicos.
—Ah —dijo Ana—, la conozco; hay una panadería.
—Veo que te vas familiarizando con la ciudad.

Ana se iluminó de repente. Era la primera persona con la que tenía trato,más allá de las compañera de la oficina y el "ogro" Roque, el jefe de Reclamaciones.
—Oye....—afirmó más que preguntó— ¿Quieres tomar una limonada?
Federico vacío va el resto del agua sobre el reseco césped junto al árbol, se levantó de un salto y extendió los brazos para ayudar a Ana a levantarse.

—Trato hecho..., si me dejas que también yo te invite. Conozco una Trattorua italiana ...

Ana se dejó izar. Un rayo interior iluminó su soledad. Sus blancos dientes destellaron al sonreír a Federico. Por un instante las manos de los dos permanecieron quietas, unidas, sin más palabras, con las miradas fijas una en otro.

El tiempo pareció detenerse en ese instante, como si el mundo a su alrededor se desvaneciera. Ana sintió una conexión inesperada, como si Federico entendiera su soledad sin necesidad de palabras.

—¿Te gusta la pasta? —preguntó él, rompiendo el hechizo.

—Me encanta —respondió Ana, aún con una sonrisa en el rostro.

—Perfecto, entonces es una cita —dijo Federico, soltando su mano lentamente, como si al hacerlo se desvaneciera la magia del momento.

Ana asintió, sintiendo una mezcla de emoción y nerviosismo. Nunca había pensado que un simple encuentro podría transformarse en algo tan especial.

—¿Te parece bien mañana a las siete? —sugirió él, mirando su reloj.

—Sí, claro —contestó Ana, su corazón latiendo más rápido.

Mientras se separaban, ambos sabían que este pequeño gesto podría ser el inicio de algo nuevo, un cambio en sus vidas tan monótonas. Ana se alejó, sintiendo que la luz que había visto en Federico no sólo iluminaba el momento, sino también su futuro.


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