El ardiente verano de Puri (Águeda) (IV)

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           El ardiente verano de Puri (IV)

                              (Águeda) (I)

 

Águeda tiró de su camiseta y buscó en un cajón una blusita rosa con tulipanes. No llevaba sostén. Sus senos eran gruesos -aprisionados bajo la camiseta no parecían tan grandes ... y tan hermosos, pensó Puri-. Eran unas tetas perfectamente redondas, con los pezones abultados y gruesos, de color arena tostada.

Se abotonó la blusa, tomó de la mano a Purita y salieron a la calle. El aire era asfixiante: el sol seguía ardiente. Por suerte, a pocos metros, dos calles más arriba, llegaron a un edificio bajo de tres plantas. En el más alto
vivía Águeda.

— En serio, Águeda..., no tienes por qué molestarte.
— Anda, tonta... Al fondo tienes el baño.

Águeda entró en el aseo justo cuando Puri entraba en el plato de ducha. Bajo las suaves y delgadas caderas, los bellos glúteos de Purita, con encantadora forma de corazón, concentraron la mirada de Águeda.

— Aquí te dejo una toalla.

Puri respondió sin volverse. El bañador estaba tirado en el suelo; sobre un asiento de plástico blanco estaba un tanga fucsia.

A los pocos minutos salió con aire de estar perdida, 

— Toma asiento donde quieras. —Sonó la voz de Águeda, que a los pocos segundos volvió con un bote de crema en la mano. Purita estaba sentada en el tresillo de piel con su camiseta de tirantes. No se había puesto el short tejano; la camiseta no cubría completamente el tanga. Águeda se sentó a su lado y observó el tono rojizo de la piel.

— Déjame ver..., date la vuelta. Te has achicharrado, mujer. —Abrió el bote y
se llenó los dedos del cremoso ungüento—. Baja el cuello. Así... —Al sentir el frescor de la crema, todo el vello de la piel de Purita se erizó y un estremeció la recorrió—. Lo sé —dijo Águeda percatándose del estremecimiento—: la sensación es una mezcla de dolor y de frescura: hace daño..., al principio. Pronto notarás el alivio—. Los dedos de Águeda recorrían delicadamente los hombros. Retiró los tirantes y cubrió los hombros y el cuello. Puri dejó escapar unos sonidos, entre la queja y el placer.

— Súbete la camiseta —pidió Águeda.
— ¿Quieres que me la quite?
— Si no te da apuro... Sería lo mejor.
— Claro que no.

Puri se la quitó con ayuda de su amiga. Los
dedos de las dos se encontraron. La sensación del contacto con la piel de Águeda le gustó; quizá tardó demasiado en separar sus dedos de los de ella... ¿Lo habría percibido? «¿Qué me ocurre?», pensó. «Es absurdo; apenas la conozco...» Pero Puri supo instantáneamente lo que le pasaba de verdad: sentía una atracción animal por aquella mujer de cabellos cortos y rubios, de ojos de océano.

La espalda de Purita, toda encendida, quedó al descubierto. Águeda fue pasando la crema por toda la superficie. Bajo el frescor del bálsamo, Purita sintió cómo se mitigaba el escozor. Los dedos de su amiga se deslizaban tan suavemente que solamente notaba la capa de pomada, cubriendo el calor y las dolorosas quemaduras solares. Dejó escapar un sonido de ronroneo.

«¿A qué te gusta? Vas sintiendo el frescor, ¿verdad? ¿Has tomado el sol sin bikini? ¿En topless?», escuchó decir a su amiga como si
estuviera en otra dimensión.

— Sí, admitió.

Águeda la reprendió:

— iAy, bobita... te las habrás quemado! — Se refería a sus senos. Era como si ella la conociera de toda la vida, familiar..., íntimamente—. ¡Date la vuelta! —No sonó como una pregunta o una petición, sino como una orden dada de forma suave, pero ineludible...; por otra parte, ella estaba deseosa de hacerlo.

Ahora el calor era otro: estaba muy por debajo de la piel, en la hondura de su carne, en el deseo: el pálpito se convirtió en consciencia de sus deseos íntimos.

Comenzó a notar la aceleración de sus palpitaciones, el gorjeo en el pecho, en el abdomen... Un cosquilleo en la sangre y... en el sexo. Entendió que deseaba sentir los dedos de ella en sus senos, en sus pezones, que estaban erectos, hinchados, seducidos, expectantes de los dedos. Gozaba anticipadamente del acto de exhibirlos ante los ojos de Águeda, también ella mirando sus pechos, los pezones famélicos percibiendo las sensaciones de la otra, buscando el despertar del deseo mutuo, el brillo de la lujuria.

Pareció volver en sí. Águeda..., pero, qué sentiría, Águeda. ¿Notaria su lubricidad, su apetencia carnal...? «No». Se asustó por dejarse llevar por aquel vértigo: «¡No podía ser..., era una loca! ¿Qué le estaba pasando? Sólo conseguiría el rechazo y el repudio de su nueva amiga».

— Date la vuelta, ¡vamos! ¿No te dará corte,
verdad?
— No, claro —afirmó. Quiso que su voz sonara natural, relajada, pero un titubeo dejó paso a un tartamudeo y un temblor notorio. Águeda se echó a reír.

— Mira, si te va a tranquilizar más, me quitaré la mía —hizo una pausa. Apretó los labios y su mirada adquirió un tono travieso—. Pero, chica, si tú ya me has visto... en la tienda —volvió a reír—. Crees que no te vi, mirándolas —Señaló sus prominentes mamás, cuyas formas de traslucían bajo la tenue tela de la blusa. Purita bajó la mirada. Águeda pareció comedirse—: Perdona, yo soy así; ya irás conociéndome.

Purita levantó de nuevo los ojos y se volvió hacia ella. Sonreía, pero su rostro mostraba algo más que el rojizo del sol; algo más que un rubor de vergüenza, otro sonrojo más intenso: el deseo sexual desbocado, que reconocía en su ser.

Águeda tenía ante sí, las tetitas de pequeño tamaño de Purita. Aquellos pezoncitos como capuchoncitos, rosados, con puntas globulares desataron su pasión. Quería rozarlos, sobarlos, apretarlos entre las yemas ansiosas de sus dedos. Imaginaba su textura granular en los labios, su dureza evidente —«¿sería por concupiscencia que los tenía así Purita»—, su olor, su sabor, el tacto de las bolitas rosa entre su lengua y el paladar. Se figuraba llenarlas de saliva al degustar aquellos pezones; pasar su lengua por ellos, catarlos lentamente, luego lamerlos una y otra vez, llenarlos de babita espesa, mordisquearlos, hasta que Purita estuviera al borde de la queja, de la petición del dulce dolor del deseo...

Cortó el hilo de sus pensamientos y notó la braguita mojada. Se llenó los dedos de crema y los deslizó desde el enrojecido cuello hasta llegar al canalillo, entre ambas esferas de carne firme y colorada y comenzó a explorar, untando la carne esférica, las circunferencias que se movían bajo sus dedos, las empujaba hacia los lados, hacia arriba y hacia abajo, hacia el fondo; rodeaba y cubría con la crema blanca toda la apetitosa carne. Cogió los bulbitos rosados.

Efectivamente, estaban duros, erectos, tiesos.
Jugó disimuladamente con ellos, dándoles
vueltas, pellizcándolos... La respiración de Purita se había acelerado y se escuchaba claramente. Era imposible disimular o dar marcha atrás: Puri gimió abiertamente. Tenía los ojos cerrados y la saliva se acumuló en las comisuras de sus labios. Emitió una queja contenida.

— Perdona. ¿Te he hecho daño? Soy muy
brusca —se autorrecriminó Águeda—, soltando la tibia carne del pezón derecho.

Ambas se miraron fijamente, profundamente. La luz en las pupilas era mutua. Purita sonrió.

 

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Nota: la primera parte de la presente narración, se puede encontrar en la sección de relatos Románticos


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