"Siempre supe lo que era?
Por Saima(intersexual)
Enviado el 09/07/2025, clasificado en Varios / otros
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Nací con pene. Y con vagina. Así, directo.
Lo supe desde pequeño, aunque nadie me lo decía. Solo veía cómo los adultos se miraban entre sí cuando hablaban de mí. Cómo las enfermeras murmuraban. Cómo mi madre bajaba la voz y mi padre cambiaba de tema.
No hablaban de mí con claridad. Solo usaban palabras como “condición”, “complicado”, “caso especial”. Pero yo no era un caso. Era un niño. Uno que tenía dos sexos y un cuerpo que sentía, que deseaba… y que a veces los hacía sentir incómodos.
A los 6 años no entendía muchas cosas, pero sí sabía que mi cuerpo reaccionaba diferente. Mis pezones no eran pequeños ni planos como los de otros niños. Eran grandes, oscuros, sensibles. Bastaba que la camiseta me rozara para que se pusieran duros. Me quedaba quieto, sintiendo ese cosquilleo caliente subir por el pecho hasta el bajo vientre.
Me gustaba. No sabía por qué, pero me gustaba.
A los 8 años ya me tocaba por instinto. Frotaba mi pene contra la cama, me acariciaba entre las piernas, metía los dedos entre los labios húmedos de mi vagina, sin saber que eso era “masturbarse”. Solo sentía algo que ardía dentro, una necesidad de soltar, de llenarme, de explotar.
Y lo hacía. Me venía sin entender lo que era venirse. Gemía suave, mordiendo la almohada. Sentía una corriente caliente que salía de mi verga y otra más profunda que se soltaba desde mi concha. Después quedaba respirando agitado, los pezones duros, la piel sudada.
Y me encantaba.
A los 10 descubrí el espejo. Me paraba frente a él y me miraba. Alto, moreno, delgado, con el cuerpo atlético empezando a formarse. Tenía pene. Tenía vagina. Tenía pezones grandes y erectos. Y me excitaba con mi propio reflejo.
Me abría las piernas, me tocaba, me lamía los dedos y me los metía. Me masturbaba el pene mientras me rozaba la entrada de la vagina con el otro. Me miraba gemir. Me imaginaba que alguien me miraba. Que alguien me cogía. Que alguien se derretía por tener lo que yo tenía.
A los 12 ya me sabía todo lo que me provocaba.
Tocarme los pezones fuerte: placer instantáneo.
Meterme un objeto por la vagina mientras me pajeaba la verga: clímax garantizado.
Rozarme con la almohada mientras gemía bajito: un vicio diario.
A esa edad, me calentaban los hombres. Hombres grandes. Serios. Adultos. Con brazos fuertes, con manos grandes, con voz grave. Me imaginaba que me levantaban contra una pared, me abrían las piernas y me la metían profundo, sin preguntar.
Me venía solo con pensarlo. Chorros, temblores, gemidos apagados contra las sábanas.
A los 14 ya no me escondía tanto. Sabía que lo mío no era común, pero tampoco era una vergüenza. Yo era especial. Mi cuerpo podía dar y recibir placer de dos maneras. Podía hacer gozar con la verga, y ser follado por la vagina. O las dos cosas a la vez. Y eso no lo podía decir cualquiera.
Me imaginaba con un hombre fuerte lamiéndome los pezones mientras me penetraba la vagina. Me imaginaba su verga dura entrando en mí mientras me masturbaba la mía, chorreando los dos. Me imaginaba montado encima, cabalgándolo, gemiendo alto, con los pezones rebotando de lo duros, mientras él me agarraba de la cintura.
Y no era solo fantasía. Era deseo. Era verdad. Era yo.
A los 15, me miré al espejo y lo dije por primera vez en voz alta:
—Soy yo. Y me amo así.
Verga y vagina.
Pezones grandes y sensibles.
Deseo por los hombres.
Fantasías reales.
Placer en todos los rincones de mi cuerpo.
No lo había vivido con otro todavía, pero mi cuerpo ya sabía lo que quería.
Quería ser cogido. Quería coger. Quería gemir. Quería gritar. Quería ser deseado, sin condiciones.
Y estaba listo.
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